sábado, 9 de agosto de 2025

PROPUESTAS DE VERANO 2

 

 


Un libro: Buenas noches, lechuza, de Jordi Ibáñez Fanés

Hay libros que tienes que esperar a que te llamen. Necesitan “su momento”. Eso es lo que me ha pasado con Buenas noche, lechuza de Jordi Ibáñez. Lo tenía en mi mesa desde hace varios meses. Y un día de esta semana “me llamó”, “léeme”, me dijo. Y lo leí. Casi de un tirón, en dos tiempos. Valió la pena esperar a leerlo cuando el libro estaba dispuesto. Creo que no lo habría disfrutado tanto en otro momento. Porque es un libro raro, si, pero esa es su gracia; es un libro divertido, cosa que no me esperaba; es un libro de asesinatos y espías rusos. También un libro de monjas y de submarinos, de ancianos inteligentes y filosofas sobrepasadas. Y de Barcelona, de los intelectuales barceloneses, de literatura y de cine. De política y sobrinas, de ahora mismo y de hace cincuenta años. Conviven en sus páginas Straub y Huillet con Chejov, Miterrand con Luis XVI, policías con subsecretarios, maoístas con independentistas, la pandemia con la trama rusa de Putin. Pero no es un libro difícil, al contrario. Hay que dejarse envolver por el punto de partida de un asesinato múltiple en una residencia de ancianos durante el verano de 2023, que sirve de macguffin para la historia que se cuenta en el primer capítulo y se retoma en sus consecuencias en el cuarto. Entre medio, una conversación entre espías, Sebastián y Alexis, que da una (posible) explicación del asesinato. Y luego está Alba. Alba y Sebastián. Tío y sobrina, amigos y cómplices en sus conversaciones. La lechuza y la naranja. Me lo he pasado muy bien leyéndolo justo ahora en que la Rusia de Putin, cada vez más parecida a la Rusia de estos espías de la cuarta edad, está tan presente. Es un libro políticamente incorrecto, es un ajuste de cuentas con el hacerse mayor, es una pequeña y suave burla de un tipo de intelectual académico, es una crónica desencantada de la historia reciente. Todo escrito con la libertad de quien no tiene que rendir cuentas a nadie.

 

Una película. Aquel verano en París, de Valentine Cadic

Hay un tenue hilo de seda que entrelaza tres cuentos de verano de distintas épocas: Empieza en El rayo verde, de Eric Rohmer, se prolonga en La virgen de agosto, de Jonás Trueba y acaba en Aquel verano en París, de Valentine Cadic. Delphine, Eva y Blandine son tres hermanas en su desconcierto veraniego, en su vagabundeo urbano, en su desubicación en esos días de vacaciones en los que no hay nada que hacer. Y esa nada es precisamente lo que provoca la tristeza de Delphine, la curiosidad de Eva, la sencillez de Blandine. Las tres son historias muy bonitas y vale la pena verlas para acompañarlas en su búsqueda de un rayo verde, unas flores blancas o una piscina de aguas azules. Pero hablemos de este verano en París. Estamos en el año 2024, París vive sus Olimpiadas. Blandine, una joven inocente y tranquila, callada y con mucha paciencia, llega a París desde su Normandía natal porque quiere ver una prueba de natación de su atleta favorita. Pero la ciudad y los parisinos no están muy dispuestos a ponerle las cosas fáciles. Blandine lo acepta casi todo, bueno todo, con una resignación absoluta. Incluso verse envuelta en las protestas de los que estaban en contra de las Olimpiadas. Blandine es adorable, quieres que todo le salgan bien. Quieres estar con ella en el parque con su sobrina, en el puente sobre el Sena, como querías estar con Eva en el  viaducto, en el Parque del Oeste, o con Delphine en el Luxemburgo o en el pequeño pueblo costero. La gran diferencia entre los tres films es la relación de las mujeres con el amor: en 1986, Dephine busca y necesita el amor romántico, alguien con el que ver el rayo verde; en 2019, Eva busca y necesita un amor distinto, un amigo, alguien con quien compartir una charla, una copa o un paseo. En este 2025 post todo (pandemias, metoo, guerras) lo que Blandine busca no es el amor, (en realidad lo acaba de perder) sino el sentirse parte de algo. Aunque al final descubra que la mejor compañía que puede tener es la de ella misma.

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Un recuerdo. Pere Joan y Carles

 Esta no es exactamente una propuesta veraniega, pero si es un buen momento para recordar dos directores catalanes, barceloneses, que han muerto hace pocos días. Pere Joan Ventura y Carles Balaguer. Los conocía a los dos, no éramos amigos, pero con los dos he tenido mucho trato a lo largo de los años. En una industria tan pequeña como la catalana, incluso, la española, no es raro que acabes conociendo a todo el mundo. Mas si ese “mundo” son dos personas que se salen de lo convencional. Por distintas razones y con diferentes resultados, pero los dos eran figuras marginales en el cine catalán. La muerte de Pere Joan el 28 de julio y la de Carles el 30, los ha unido de una forma extraña en la memoria colectiva. O como mínimo en mi memoria.

 


A Pere Joan lo conozco desde los lejanos tiempos de Comisiones Obreras y la primera Filmoteca. Era operador de cámara, trabajaba en la tele y era un asiduo de las sesiones de la Filmo. Un poco más tarde, le traté cuando fue el director de fotografía de algunos films de Portabella. Pero sobre todo coincidí con él y con Giorgina Cisquella, su compañera de vida, de militancia, de compromiso, en la filmación del documental El efecto Iguazú, sobre el Campamento de la Esperanza de los obreros de Sintel en la Castellana de Madrid el año 2001. Pere Joan era un outsider con conciencia de clase y compromiso político.

 


Carles Balaguer, era otra cosa. También era un outsider y un marginal, pero desde la perspectiva de alguien que es consciente de vivir un tiempo que no le toca. Carles Balaguer era un señor, educado, elegante, serio. Culto y cinéfilo. La necesidad de dejar memoria de una Barcelona oculta, pero no canalla, burguesa pero transgresora, le llevo a realizar un documental único: La casita blanca. La ciudad oculta, sobre el meublé más famoso de la Barcelona de los años 50, 60 y 70. Empezó haciendo ficciones, pero donde demostró su manera de entender el cine fue en los documentales. Y en las salas de cine, porque Carles, crítico esporádico y devoto de Truffaut, tuvo la brillante idea de inventarse los Cines Méliès, pequeño cine-estudio consagrado a los clásicos y a las películas que a él le gustaban (y a muchos más). Los Méliès abrieron sus dos salas en 1996 y hasta el 2020 estuvieron llenos de espectadores. Superaron crisis, superaron un incendio, pero no superaron la COVID y el confinamiento de la pandemia. Los Méliès cerraron a mediados de julio del 2020. Cinco años más tarde, Carles ha cerrado la sesión de su propia vida. Una vida entregada a sus dos pasiones. Porque gracias a un artículo de Joaquín Luna en La Vanguardia, he descubierto su segundo gran amor: el club de futbol CE Europa. “El cine y el CE Europa fueron sus dos pasiones, muy en la línea de su figura distinguida, culta y reacia a dejarse arrastrar por las corrientes mayoritarias, más vulgares…”. Joaquín dice que se le va a echar de menos en el campo del Europa, también se le echará de menos desde el cine cada vez que se compruebe el empobrecimiento cultural que nos rodea. 

El regalo de esta semana es una acuarela de un verano en París



 

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