(esta vez pongo la foto histórica)
Me gusta Emperador.
Me gusta esta película histórica y contemporánea. Me gusta su sencillez, su
clasicismo. Su falta de pretensiones. Me gusta que los personajes estén llenos
de matices, no sean malos o buenos, héroes o villanos. Y sobre todo me gusta su
discurso.
Emperador debería
proyectarse en los consejos de ministros, en las reuniones de consellers, en los parlamentos de todo
tipo, sean autonómicos, estatales o europeos. Es de esas películas que ofrecen
una lección de ética política. De sentido de estado. De visión de futuro.
Cuenta, de forma novelada y trufada con una historia de amor que enriquece la
historia política, los diez días al final de la segunda guerra mundial en los
que el general Mac Arthur tuvo que decidir si ejecutaba al emperador Hiro Hito
por crímenes de guerra o establecía una alianza con él para la reconstrucción,
no solo de Japón, sino de todo el Lejano Oriente. Diez días en los que los
halcones en Washington clamaban venganza y una ejecución ejemplar, mientras los
halcones en Japón exigían limpiar el honor con una serie de muertes honorables,
suicidios rituales, antes que aceptar hablar con el enemigo que acababa de
humillarlos y derrotarlos.
Por suerte para el mundo, y sobre todo para Japón, triunfó
la postura de la reconciliación y la foto en la que Mac Arthur y el emperador
posan juntos, simboliza el triunfo de la visión a largo plazo.
La verdad es que a mi me gustaría mucho que nuestros
políticos (y cuando digo nuestros me refiero a todos: los que gobiernan en Barcelona, en Madrid, en Bruselas, los que gobiernan
en Washington, en Rusia o en Ucrania,) tuvieran esta capacidad de ver más allá
de las cortas alas de los que piden que rueden cabezas, sean las que sean, con
tal de asegurarse un puñado de votos o una parcela de poder. Es difícil desde
luego. Por eso quisiera que vieran este film donde, sin aspavientos, se da una
lección de historia.
Como esta primera parte de la crónica me ha salido muy
seria, la segunda la voy a dedicar a recomendar otra película muy diferente. Joven y bonita, de François Ozon.
Aunque solo fuera por ver a su protagonista, la joven y bonita Isabelle, ya
valdría la pena ir al cine. Pero hay más motivos. Y el principal es que Ozon
plantea el hecho de que su adolescente se acueste con hombres por dinero –solo
por la tarde y nunca en fin de semana–, no desde la necesidad, ni la perversión. En
realidad no sabemos nunca por qué Isabelle ha tomado esa decisión. ¿Curiosidad?
¿Aburrimiento? Qué importa. Si a Ozon no le importa, a nosotros tampoco. El
director nos coloca directamente en la posición de observadores y desde ahí,
como el hermano de Isabelle, la miramos sin juzgarla, sin intentar comprenderla,
entenderla, ni justificarla.
Se ha comparado esta película con Belle de Jour de Buñuel. Es una comparación lógica, pero a mi la
película que me evoca (y hablo desde el recuerdo lejano porque hace muchísimos
años que no la he visto) es Vivre sa vie,
de Godard. No por la historia, mucho más moralista y condenatoria la del abuelo
de la nouvelle vague que la del nieto contemporáneo: Nana (Anna Karina) tiene
20 años y se prostituye para ganar algo de dinero. Pero Nana será castigada por
ello. Castigada por el director, castigada por el guión, castigada por el
espectador. En cambio Isabelle, no será castigada por nadie. En algo hemos
avanzado. Pero si digo que me la evoca es por la actriz que encarna una y otra.
Si Godard es el abuelo de Ozon, Anna Karina podría ser la abuela directa de
Marine Vacht. Entre Nana e Isabelle han pasado cincuenta años, pero el modelo
de mujer, tan francés, tan único, sigue siendo el mismo. Y el espíritu nouvelle
vague (sin castigo) también.
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