Cuando
yo era pequeña, mi madre, que era una gran narradora de cuentos inventados, me
contaba que dentro de nuestro cuerpo había unos enanitos que se ocupaban de que
todo funcionara bien. Había enanitos que recibían la comida, otros se
encargaban de que la sangre no se perdiera entre los miles de caminos que tenía
que recorrer, los enanitos se cuidaban de que no me doliera nada. Cuando me dolía
algo yo le preguntaba por qué y me decía: los enanitos están tristes o
enfadados, tenemos que contentarlos, vamos
a curarte. No sé que me imaginaba yo entonces, pero la idea de que mi cuerpo
estaba habitado por esos enanitos buenos que nunca dejaban de trabajar me gustaba mucho. Incluso llegué a hablar con
ellos. Claro que yo hablaba con todo; los árboles, el gato, las muñecas…
Bueno
todo esto viene a cuento que cuando vi Del
revés, sentí que los cuentos de mi madre se hacían realidad. Ahí estaban
los enanitos en forma de cinco emociones de colores¡¡¡. La película de Pixar
(Lasseter, Docter) no solo me gustó muchísimo, fue como un largo viaje a la
infancia, a uno de esos recuerdos dorados de alegría en que estaba sentada al
lado de mi madre con dos o tres años, escuchando sus cuentos de Flor de Pan y Raspa,
los nombres que mi madre daba respectivamente a la Alegría y a la Ira. No había
nombres para Tristeza ni para Asco, tampoco para el Miedo que mi madre
intentaba que no sintiera por nada.
Del revés es mucho más
que una historia para niños que disfrutan los mayores. Es un auténtico viaje al
fondo de la mente, un viaje alucinante, con trenes, laberintos, puentes,
abismos, refugios en parques temáticos, recuerdos que se pierden, sueños que se
desvanecen, y nuevos mundos que se crean. El difícil proceso de hacerse adulto,
el salto de la niñez a la adolescencia, seguramente el más complicado que se ha
de dar en la vida porque todo cambia: el cuerpo, los deseos, las relaciones, el
mundo,… todo absolutamente todo cambia en el momento en que dejamos
definitivamente a nuestro particular y único Bing Bong en el pozo de la memoria
y comprendemos que la alegría sin la tristeza no sirve para nada. Vayan a verla
y no se pierdan el corto que hacen antes: Lava.
Es una historia de amor entre volcanes en medio del mar. Dura 7 minutos
fantásticos.
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Esta
semana he estado en El Escorial en un curso de verano sobre Pedro Almodóvar
organizado por Manuel Hidalgo. En el otro blog, el de los textos, he colgado la
conferencia que hice allí por si alguien le apetece leerla. Este curso donde se ha revisado la obra de
Almodóvar desde muy distintos puntos de vista, coincide con el estreno de Lío en Broadway, la última película de un viejo rey de la
comedia, pero americano y casi olvidado, Peter Bogdanovich, que gracias al
apoyo de dos nuevos reyes de la comedia, Wes Anderson y Noah Baumbach, ha hecho
un film antiguo pero deliciosamente divertido. Una comedia de enredo, de
puertas que se abren y se cierran, de equívocos, de errores, de ardillas y de
nueces. Un film ágil, ligero, tan ligero que seguramente pasará desapercibido
como ha sucedido en Estados Unidos. No son tiempos para comedias inteligentes
de guerra de sexos dignas del Lubitsch más sofisticado.
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