domingo, 1 de junio de 2014

HISTORIA, HISTORIAS

La historia es cíclica, la historia es implacable. Dos películas españolas estrenadas esta semana nos lo recuerdan desde la libertad de la puesta en escena de sus directores
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Stella cadente, de Lluis Miñarro, recupera la figura del rey Amadeo de Saboya  y su fugaz reinado en 1870. Primer monarca constitucional, elegido por un Parlamento, Amadeo I intentó modernizar el país y acabó renunciando al no poder enfrentarse al mismo tiempo a carlistas, aristócratas corruptos, el poder fáctico de la iglesia y un pueblo que normalmente no soporta que le manden extranjeros con ideas “de fuera” (¿les suena la combinación?). El resultado de su expulsión fue la proclamación de la I República, que resultó tan fugaz y convulsa como el reinado del pobre rey italiano. Miñarro nos cuenta su historia encerrándolo en un palacio (Castel del Monte en la Puglia Italiana figurando ser la vieja Castilla) donde sus cortesanos se dedican a hacerle la vida imposible y él se refugia en un hedonismo desenfrenado. Con la libertad que le caracteriza como productor, Miñarro hace con Amadeo/Brendemühl una película atípica: musical, pictórica, anacrónica, irreverente, alegre, desvergonzada (son adjetivos que tomo de distintas críticas). Oliveira está detrás de su oreja susurrando, pero también Apichatpong Weerasethakul y su irreal mundo de fantasmas. Es un divertimento magnífico.

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Hermosa juventud  es otra cosa. Rosales habla de ahora mismo (como Miñarro si me apuran) pero desde otra perspectiva. Desde la desesperación de una generación sin horizontes, sin futuro, sin salida. Una generación que ve como se les escurre la vida sin encontrarle un rumbo o un sentido en una sociedad que los está dejando de lado. No solo a ellos, desde luego. Aunque si es cierto que son ellos los únicos que tienen la oportunidad de plantarle cara a la historia. Pero ¿cómo? Rosales no nos da respuesta a esta pregunta porque no creo que la haya. El director se coloca en la posición del observador y desde este punto de vista casi documental sigue a Carlos y Natalia durante unos años cruciales de su vida en los que ella acaba por tomar una decisión mientras él está paralizado en su miedo. La gran aportación de Rosales es la de retratar a estos novios de barrio no como unos marginales, ni menos aun como unos rebeldes. Carlos y Natalia son tan normales que los puedes encontrar en cualquier super presentando un currículo o aceptando cualquier subtrabajo mal pagado. Tienen a su favor que son guapos (¿quién dijo que ser de barrio y pobre quería decir ser feo?) y son inocentes. Pero no tienen nada mas, ni siquiera la valentía de aceptar que hacer porno les podría sacar del círculo infernal de precariedad en que viven. Rosales hace con Hermosa juventud su película mas cercana, mas empática. Sabe sacar partido a los espacios desangelados del suburbio madrileño, utiliza los nuevos lenguajes para dar saltos de tiempo, mantiene una distancia respetuosa con sus personajes y provoca una reflexión sobre la sociedad que vivimos. El único pero que le pondría es el hecho de que, por desgracia, los Carlos y Natalias del mundo no irán a verla. Carlos y Natalia no van al cine porque no tienen dinero, y cuando van, o se bajan cualquier film, escogen historias que les permitan evadirse de la realidad, no buscan en ningún caso algo que les recuerde su propia y miserable vida. Los viajes de Sullivan sigue siendo un referente obligado.

Adenda. Escribí este texto ayer, sábado. Y hoy me he despertado con una reflexión inesperada. De repente he pensado que la alusión a Los Viajes de Sullivan, el magnífico film de Preston Sturges, no era una buena  referencia. Cuando Sturges dirige esta historia en 1941, el cine  era la diversión mas popular entre los que no tenían trabajo, las clases medias bajas y el proletariado. La gente se refugiaba en el cine porque era muy barato, le servía para protegerse del frío, y le permitía evadirse de una realidad agobiante durante un buen rato, a veces hasta toda la tarde. La denuncia de la realidad, el levantar acta de las injusticias sociales, el ser la voz de la conciencia y la memoria de la historia, estaba reservado para la literatura, el teatro, el arte y algunas películas muy especiales: John Steinbeck, Tennessee Williams, Picasso, y quizás Las uvas de la ira de John Ford, por ejemplo. El cine era el reino del musical, la comedia, el thriller, el melodrama  y el western. Ahora no. Ahora el cine, por desgracia, ha dejado de ser un espectáculo popular y ha pasado a ser parte de un área de la cultura reservada. Ya no es la única diversión, ni la más barata, ni permite encerrarse horas en una sala porque llueve. Ese espacio lo ha colonizado la televisión primero y ahora mismo los videojuegos, el móvil, Youtube y las descargas ilegales y legales de Internet. En este contexto, me he dado cuenta que la película de Rosales, excelente como producto cinematográfico, tiene todo el sentido. 



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