Romería, Carla Simón
Esta entrada va a ser muy
corta. Solo de un estreno, Romería,
de Carla Simón. Siempre he pensado que lo que escribes justo después de ver una
película (y te ha gustado), es mucho más fresco que lo que puedas decir al cabo
del tiempo, cuando la has pensado y recolocado en un contexto. Por eso, en
lugar de volver a escribir sobre Romería,
reproduzco el mail que le mandé a Ángels
Masclans, productora de la película y muy amiga, escrito al salir del pase
donde la vi. Si el cine de Carla es frescura, este texto también es lo
más espontáneo posible.
Me gustó mucho la película. La
primera parte es Carla en estado puro, con esa cualidad cristalina para captar
los momentos, la transparencia en las conversaciones más cotidianas, y el fluir
de la vida entre los personajes. Ella es Marina y Marina es ella. Por eso me
sorprendió mucho el giro que da la película, cuando Marina siguiendo al gato
gris (el conejo blanco de Alicia), se sumerge en el País de las Maravillas de
sus padres. Todo el fragmento del film, desde que Marina ve al gato y le sigue,
tiene un tono completamente distinto, muy poco Carla y precisamente por eso muy
interesante. Para ella, hacer un Estiu del 2004 era lo más
fácil, pero se arriesga y se mete directamente en la madriguera de la pesadilla
o el sueño y nos cuenta lo que pasó usando las palabras del diario como guía.
Que casi no haya diálogos en ese segmento, solo música, y la voz cálida de la
doble Marina, hace de la larga secuencia del sueño el auténtico corazón de la
película. La voz de la Marina de 1987 y la mano de la Marina de 2004, nos
invitan a vivir tres años cruciales en la vida de ambas. De la felicidad a la
destrucción en un caso, del descubrimiento a la aceptación en el otro. El uso
que hace Carla del espacio de ese edificio que parece salido de una novela de
Ballard, es otra de las novedades importantes en un cine que se caracterizaba
por su ruralidad. Carla es especialista en hacer cine urbano en el campo: Estiu
1993 y Alcarrás son eso, pero con Romería,
ya está en otro terreno. El mar no es el campo, el mar es territorio urbano y
el edificio es el símbolo de esa urbanidad irreal.
Cuando me fui, estuve pensando
en lo cerca que me sentía de ambas Marinas. Por edad, la Marina madre de 1987 podía
ser mi hija (si la hubiera tenido a los 19 años) y la Marina hija del 2004 podría
ser mi nieta (si hubiera tenido hijos). Pero no me identificaba para nada con
los abuelos ni con los tíos. Me identificaba con ellas, con su búsqueda de
otras realidades, por su necesidad de encontrar sus raíces. También, quizás,
porque Ramón y yo pasamos un verano en Galicia, entre la isla de Arosa y
Vigo, en 1969, cuando teníamos 19 años. Como las dos Marinas.
(este artículo se publicó en El Faro de Vigo, el 17 de agosto de 1969)
El regalo de esta semana es un gato que Marina/Carla podría seguir hasta el país de la memoria.
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