sábado, 16 de noviembre de 2013

LOS CHICOS DEL PUERTO



(casitas en el puerto, un cuadro donde podrían habitar Miguel, Lola y Guillermo)
El cine español sigue dando sorpresas, pequeñas, medianas, grandes. Esta semana, la sorpresa se titula Los chicos del puerto, tercer largometraje de Alberto Morais.  Los que recuerden su anterior película, Las olas, seguramente pensarán mas que en una sorpresa en la confirmación de un director con un universo propio que se construye en torno al silencio y el paisaje. Si Las olas era una road movie de la memoria, Los chicos del puerto se puede definir como una walk movie de la dignidad protagonizada por tres niños que se pierden en una aventura suburbana en una Valencia de ciencia ficción. Kiarostami respira en los personajes empeñados en la búsqueda de algo inaprensible; Bresson asoma en las miradas entre Lola y Miguel; Truffaut se esconde detrás de la pantalla de un cine abandonado. Tres referencias obligadas y que, sin embargo, no son suficientes para describir este film sobre la infancia que forma un díptico imprescindible con Las olas: ancianos, niños. Morais no hace neorrealismo, y mucho menos realismo social. En su cine no hay melodrama, no hay tragedia, no hay casi conflicto. Los adultos que aparecen, pocos y marginales, se comportan como lo que son a ojos de los niños: seres lejanos que no los ven. Lo importante es el itinerario, el recorrido por esa Valencia de extrarradio, fantasmagórica y vacía que Beth Rourich ha retratado de una manera futurista, como si fuera un planeta extraño en el que las líneas curvas de las calles y las líneas rectas de las casas se conjugan para dibujar el paisaje perfecto en el que Miguel, Lola y Guillermo viven su aventura de un día y una noche en busca de un cementerio y  una tumba donde hacer una ofrenda al recuerdo.

Aprovecho para recuperar la critica de Las olas que publiqué en Fotogramas en enero del 2012
La memoria funciona como las olas. Esa es, en el fondo, la idea fundamental de esta película inclasificable. ¿Road movie? Quizás, ya que es un viaje por carretera. ¿Otra de la guerra? Definitivamente no. Aunque la guerra, mejor dicho el dolor de la derrota, presida todo el trayecto vital de su único protagonista, Miguel. Son precisamente los recuerdos del exilio los que asaltan a Miguel a oleadas en este viaje de reconciliación consigo mismo. El film se construye casi sin palabras, apenas las justas, con una banda sonora que surge de los sonidos de la carretera y el campo. Todo está pensado para ayudar a que Miguel, excelente Carlos Álvarez Nóvoa, encuentre el recuerdo perdido de una mujer que murió en un campo de refugiados en Argelès-sur-Mer en 1939.
Miguel rehace el camino que le llevó al exilio hace sesenta años, en 1939, y lo hace de la mano de tres coches y dos personas. Su propio viejo coche, averiado como él; el de Blanca, (Laia Marull), la joven que reconoce en ese anciano algo de si misma, de su propio exilio interior, algo que la impulsa a compartir con el una parte de su camino; y el de Fernando, el amigo que no quiere volver al pasado, pero tampoco quiere dejarle solo. Miguel es guía y es guiado por ellos en una película que discurre narrativamente al ritmo suave de las olas.

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