sábado, 26 de septiembre de 2015

FESTIVAL DE SAN SEBASTIAN 2015

(todas las fotos las hice en San Sebastián los días del festival)
Un festival de cine es el lugar perfecto para darse cuenta de la riqueza y la diversidad del mundo. Para apreciar la cantidad de lenguas, paisajes, historias, que hay en  todas partes. Pero también para comprobar que lo que emociona, divierte y preocupa a unos y a otros es muy parecido. Sea en Islandia o en Chile; en Georgia o en Japón; en España o en Canadá; en Irán o en Venezuela, las gentes somos iguales y tenemos los mismos problemas. Si como decía Edgar Reitz el cine es nuestro heimat cultural, un festival como el de San Sebastián es la celebración absoluta de este heimat colectivo.



Un festival son las películas y de ellas hablaré en breve. Pero un festival es muchas más cosas. Es, por ejemplo, el escenario ideal para lanzar un discurso lúcido, inteligente, irónico como el que hizo Fernando Trueba al recoger el Premio Nacional de Cinematografía: “Que le den un Premio Nacional a una persona como yo, es medio incorrecto. Yo siempre he estado a favor de que hay que destruir las fronteras, no hay que poner ninguna nueva.” No puedo menos que suscribir sus palabras, yo tampoco creo en las fronteras y mucho menos en las uniones artificiales y obligadas. También el festival es un espacio privilegiado para que críticos de distintos países compartan sus inquietudes. Como hicieron el argentino Diego Lerer  y el español, Jaime Pena, debatiendo los problemas comunes que tenemos todos los que intentamos vivir de la escritura sobre cine. Y desde luego, un festival es el lugar donde se construye el cine del futuro gracias a los  foros de coproducción y sobre todo gracias a Cine en construcción, esa sección que un día hace ya muchos años se inventó el festival, convertida ya en un referente imprescindible para el  cine latinoamericano.

Y ahora sí, las películas. He estado solo cinco días y me han faltado horas para ver lo que se ofrecía. Pero de todos modos he visto mucho cine en este festival. Y digo cine y no películas, porque a veces, en un film hay una secuencia, una idea, que destella por encima del conjunto y aunque el resultado final no sea redondo, se queda en la memoria por mucho tiempo. De esos momentos privilegiados es de los que quiero hablar.

 Sunset Song, de Terence Davis. En este épico film sobre el amor a la tierra escocesa, me quedo con sus canciones populares, sus líneas de horizonte y sobre todo con esa mujer, Chris, que como la Escarlata O’Hara de Lo que el viento se llevó, sabe que la tierra de Blawearie significa mucho más que una granja para vivir.



Truman, de Cesc Gay. Hay muchas cosas en este emocionante film, pero si me tengo que quedar con una (ya volveré a Truman en su estreno) es con la mirada de ese perro magnífico. Una mirada que entiende el dolor que está pasando su amo; una mirada de sensibilidad y de complicidad. Los ojos de Truman se meten dentro del alma del espectador.



Evolution, de Lucile Hadzilhillovic. El imaginario de esta directora belga crea mundos acuáticos y misteriosos, poblados de mujeres anfibias y niños mutantes. Es fantástico y fascinante. Y se presta a múltiples lecturas. A mí me gusta una. Hay dos universos inabarcables y desconocidos: el del espacio y el del interior del cuerpo. Para mí, esa isla, ese mar, ese proceso de mutación, no es otra cosa que la gestación en el vientre de la madre, la preparación para un nacimiento inminente. Seguramente la directora me miraría con ojos de susto, pero es así como me gusta contar este inquietante film.



Mi gran noche, de Álex de la Iglesia. Del desbordante, exagerado y barroco film de Álex, me quedo con toda la primera parte del film que culmina en la aparición de Rafael travestido de Drácula/Darth Wader. Es un momento espectacular.

The Propaganda Games, de Álvaro Longoria. Estupendo documental sobre ese lugar misterioso y oculto que es Corea  del Norte. Intuir, más que ver, lo que sucede en ese reino del terror entregado al líder máximo, es muy revelador. Sobre todo cuando el director intenta que un ama de casa le explique que está cocinando y le pide que le enseñe que tiene en la nevera. Ella se niega ¿Qué tendrá en la nevera? ¿Tendrá algo?

El botón de nácar, de Patricio Guzmán. Toda la parte dedicada al agua y su importancia indiscutible para la vida, su relación con el cosmos, su magia, es realmente hermoso. Pero Patricio Guzmán desaprovecha la ocasión de hacer un documento único cuando conduce el film una vez más a su mono tema: los desaparecidos de la dictadura pinochetista. Lástima.



Amama, de Asier Altuna.¿Cine antropológico? Quizás. Retrato de un mundo, seguro. Memoria de una forma de vida que desaparece, también. El bosque, la tradición, los árboles. El paisaje del caserío se te queda dentro. En comparación, el mundo moderno y las video instalaciones salen perdiendo en todos los aspectos.





Hitchcock/Truffaut, de Kent Jones. Lo mejor que he visto en Donostia. Una lección de cine en toda regla. Oír la voz de Hitchcock en las cintas que grabó Truffaut para su mítico libro, es un regalo para cinéfilos y no cinéfilos. Un film imprescindible que debería verse en todas las escuelas, las de cine por supuesto, pero en las otras también. Un documento que deja huella.

Vida sexual de las plantas, de Sebastián Brahm. De este curioso film chileno, excelente retrato femenino de una mujer con múltiples contradicciones, me quedo con el arranque en la montaña, las piedras, el paisaje, la flor. Lo demás también me interesa, pero ese principio  marca el tono de toda la película.

Desde allá, de Lorenzo Vigas. Reciente León de Oro de Venecia, este film venezolano no sale bien parado de las expectativas que el premio produce. Desde allá es un trabajo correcto, bien filmado con una cámara que distorsiona los personajes en un semi expresionismo, pero no va más allá del allá donde comienza.



El desconocido, de Dani de la Torre. Esta película, que se estrena esta semana, es un film de acción espectacular localizado en A Coruña, una ciudad que merece convertirse en uno de los escenarios destacados de nuestra geografía. Tosar encarna un hombre atrapado en un coche con sus hijos. Un desconocido ha puesto una bomba bajo su asiento y él no se puede mover. Lo de menos es el problema que provoca la situación, (un guiño a la crisis y a la maldad de los bancos), lo que interesa es la habilidad de De la Torre para mantener el pulso de este suspense urbano.

The Boy and the Beast, de Mamoru Hosoda. La apuesta del festival por el cine de animación japonés. Un cuento de iniciación con el fondo del mundo de Murakami y la sombra de Miyazaki. Un film para niños y para adultos  al que lo único que se le puede reprochar es su larga duración.

El apostata, de Federico Veiroj. La película más incomprendida del festival. Se estrena la semana que viene y volveré a ella porque da mucho juego para hablar de muchas cosas.

Taxi Teherán, de Jafar Panahi. El cineasta iraní sigue dando pruebas de su imaginación para saltarse la prohibición de rodar en su país. Esta vez lo hace desde el interior de un taxi que se convierte en un foro para hablar de todos los problemas y contradicciones de una sociedad esquizofrénica. El humor, la tolerancia y unos diálogos inteligentes hacen que uno tenga ganas de subirse a este taxi para charlar un rato con Panahi.


Un día vi 10.000 elefantes, de Alex Guimerá y Juan Pajares.  No es un documental; no es una ficción; no es un dibujo animado; no es un film antropológico. Estos elefantes, metáfora de lo que buscamos sin alcanzar durante toda la vida, es un film de aventuras africanas salidas de los libros de Julio Verne, pero también es un recuerdo de un cineasta olvidado, Hernández Sanjuán, que en los años cuarenta recorrió la Guinea Española filmando todo lo que veía mientras buscaba el lago donde se reunían los 10.000 elefantes. La tragedia de la colonización y la mayor tragedia de la descolonización, están en el trasfondo de este film inclasificable.

Y hasta aquí lo que vi en Sanse los días que estuve allí. Faltan muchas cosas. Pero ésta no es una clásica crónica de festival, es más un Querido diario, de algunos fragmentos de cine que me llamaron más la atención.








jueves, 17 de septiembre de 2015

HEIMAT



(Ramon tenía 14 años cuando pintó este cuadro del jardín de su casa en la que hemos vivido juntos casi cincuenta años. Los árboles han crecido, el pozo ya no está, pero sigue siendo la heimat de Ramon y en gran parte mi heimat)
Llevo una semana sumergida en Heimat. Heimat en formato serie, Heimat en formato cine, Heimat en la calle. Heimat es una palabra alemana que tiene varios significados. Para Hitler significaba PATRIA, así con mayúsculas y con imposición a todos los demás que no eran PATRIA. Pero para Reitz, el autor de esta impresionante historia privada de Alemania, Heimat significa la tierra, lo que se conoce y se siente cercano. Esa acepción de Heimat es la que a mi me gusta frente a la HEIMAT grandilocuente que nos envuelve y nos arrastra hacia un precipicio de Heimats que detesto.
Esta semana se estrena Heimat La otra tierra, un largometraje de casi cuatro horas. Este Heimat de cine (Reitz dice una frase que me gusta mucho “El cine es nuestro heimat cultural”) se sitúa sesenta años antes del inicio de la serie que le hizo famoso en los años 80. Sucede la historia a mediados del siglo XIX en el mismo pueblo donde los Simon tienen su herrería, en la misma casa donde vivirán cincuenta años después María, Paul y sus hijos. Es una época de hambruna, de despotismo, de incultura. Jakob sueña con los pueblos indígenas, pero será su hermano Gustav el que consiga llegar a Brasil; Jakob se enamora de Jetchen, pero tampoco logrará quedarse con ella. Jakob nunca saldrá de su heimat, de ese pueblo, esa tierra donde sueña con el mundo hasta el día de su muerte. Porque su Heimat no es el del espacio, no es el de la lengua, no es el de la posesión: su Heimat es el del pensamiento y en ese sí que es dueño y señor.
La película de Reitz es menos compleja que la serie en su primera temporada, la única que he visto. Si tuviera que definirla en un twit largo diría que tiene de John Ford, la belleza de los paisajes abiertos y las nubes en blanco y negro; de Renoir, la alegría de las cosas sencillas de la vida;  de Eisenstein, la fuerza de los rostros, especialmente el de la madre; de Bela Tarr, la dureza del retrato de un pueblo hambriento y obligado al exilio.  Todo junto produce una sensación muy difícil de conseguir en el cine, la de estar ante la vida misma pero contada a través de alguien que sabe mirar. Puede que me consideren un poco extravagante si les digo que este Heimat de cine me recuerda el Boyhood de Linklater.

Solo unas líneas para hablar de la serie. Vi esta serie excepcional en el Festival de Venecia de 1985, el primer certamen de cine que se atrevió a programar una serie completa en sus sesiones. La pasaban por las mañanas y todos hacíamos malabares con el tiempo para poder seguirla sin dejar nuestros deberes festivaleros. No la había vuelto a ver hasta esta semana. Justo esta semana. Heimat es una serie extraña. Tiene un ritmo propio. Se detiene en algunos momentos para hacer descripciones minuciosas de lo que pasa, del espacio, de los personajes y las situaciones, y luego da un salto en el tiempo sin ninguna justificación. No nos cuenta solo las cosas importantes, las que marcan los puntos y aparte en la vida; nos relata mas esos tiempos entre medio donde se fraguan las emociones. Utiliza el color y el blanco y negro de una manera inquietante, pero no arbitraria. Pero lo más sorprendente es como se vive la Historia en ese pequeño enclave alemán perdido en medio del campo, lejos de las ciudades. La historia de la familia Simon comienza en 1919 y va hasta 1982. Con ellos vivimos la inflación y la crisis de los años veinte, el auge del nazismo, la guerra, la miseria y el hambre, la recuperación económica… Pero todo se ve desde lejos, es algo que no sale de ellos, pasa en otro sitio y ellos, simplemente, lo sufren o lo disfrutan. Eso es quizás lo más extraño y lo que ha hecho que esta serie sea considerada algo aparte. De este heimat hay quién sueña con irse, como Jakob, hay otros que consiguen irse, como Paul y hay muchos que se quedan, como María y Anton. Pero todos pertenecen a ese heimat que es solo de ellos.
Heimat, todos tenemos nuestro heimat particular, es solo nuestro, nadie tiene derecho a apropiarse de él, a hacerlo suyo, es mío y de otros, no es excluyente ni tiene límites. No quiero que nadie me obligue a dejarlo.

Nota:

Estaré esta semana en el Festival de San Sebastián. Intentaré escribir desde allí algo cada día si puedo. 

sábado, 12 de septiembre de 2015

EXILIOS


(este cuadro de Friedrich sirve para ilustrar los dos exilios: el romántico de Jonás Trueba, que busca a las mujeres que se  escapan; el mío en un camino hacia el exilio interior)

Escribo estas líneas la mañana del 11 de septiembre en Barcelona. Y nada me parece más adecuado que el título de la nueva película de Jonás Trueba para representar en cierta manera como me siento: Los exiliados románticos, la exiliada romántica. La exilada interior. Han pasado muchas cosas en este país y en esta ciudad. Y una de ellas ha sido la de robarnos una fiesta que era de todos para quedársela solo unos. Otra ha sido la de obligarnos a escoger entre A o B cuando en realidad lo que queremos es ser A mas B e incluso más C. Entre unos y otros nos están llevando al exilio, romántico, interior, pero exilio. Y paro porque no quiero seguir hablando de aquí y de mí, sino de allí y de ellos.

El día del pase de prensa en Barcelona de la película de Jonás me encontré con tres comentarios recurrentes: es como Rohmer; es cine viejo; es como las comedias madrileñas de los ochenta. No estoy de acuerdo con ninguno de esas tres ideas.

¿Rohmer? No, para nada. Tanner, si. No podía ser menos llamándose Jonás que tenía 20 años en el año 2001. Pero Rohmer no, El cine de Rohmer es el de un hombre mayor que mira a la gente joven con curiosidad, con cariño, con respeto, pero no puede negar verlos en toda su sencilla estupidez (la Marie de El rayo verde sin ir más lejos). El cine de Tanner, en cambio, no mira a sus personajes, los acompaña, los sigue. Cuando rueda La salamadra Tanner tiene 39 años, Jonás rueda los exiliados con 33. Tanner es el referente de esta película: Tanner y sus paseos junto al río, sus baños en el lago, sus conversaciones en el parque. De todos modos yo creo que la película de Jonás en realidad no hace referencia a nadie más que a sí mismo y sus gentes: las gentes del cine, las que confunden el trabajo con la vida. Hay una conversación absolutamente tanneriana en el film. Un viejo americano que acoge en su casa a esa pandilla de adolescentes tardíos, reflexiona sobre el mal uso que se hace de la palabra trabajo entendida como una maldición, una condena. Trabajar, el trabajo, debería ser la vida, hacer lo que te gusta, hacer lo que sabes hacer. Disfrutar con ello y poder vivir. Rodar una película entre amigos, en el caso de Jonás Trueba.

En cuanto a lo de cine viejo. Es un tema que da para mucho juego y puede ser motivo de una larga discusión. ¿Es viejo este film porque piensa, habla, es literario, culto, además de ser divertido, libre y espejo de una generación? Sinceramente, creo que el concepto de viejo se puede aplicar más a otro tipo de cine que reproduce miméticamente esquemas y maneras, historias e ideas ya muy caducos, o que ya eran viejos cuando se consideraban nuevos. No quiero dar ejemplos, pero si alguien los quiere se los cuento. Jonás utiliza los medios que tiene a su alcance y hace la película que puede hacer. Eso es lo nuevo.

En cuanto al empeño de una parte de la crítica en relacionar este film con la comedia madrileña de mediados de los setenta y primeros ochenta, la que hacía el Trueba uno, Fernando y las gentes de su tiempo, la verdad es que no creo que tengan nada que ver. Jonás no hace comedia en el sentido clásico de la palabra, sino otra cosa, –divertimento me parece mas apropiado (1)–, y mucho menos madrileña. Luis E. Parés en el pressbook del film escribe una frase que suscribo: todos suspiramos pensando que si el cine vale la pena es por hacernos cruzar fronteras.
Eso, cruzar fronteras, romperlas, no crearlas.


(1)   El divertimento es una forma musical que fue muy popular durante el siglo XVIII, compuesta para un reducido número de instrumentos. Los divertimentos solían mostrar un estilo desenfadado y alegre. (de la Wikipedia)

sábado, 5 de septiembre de 2015

CUESTIÓN DE EDAD


(Friedel Brüggemann y George Becker en el año 1994. Nosotros aprendimos mucho de ellos. Quiero creer que ellos también aprendieron de nosotros)
Cuestión de edad. Una de las mejores cosas que te pueden pasar en la vida es tener amigos. Pero aun es mejor tener amigos en vertical tanto como en horizontal. Me explico. Tener amigos de tu misma generación, con una historia parecida, una formación intelectual y sentimental basada en los mismos elementos, es algo necesario. Ese tipo de amistades son sólidas, seguras, confortables. Pero tener amigos de distintas generaciones es algo muy diferente. Son gente que viene de otro momento histórico, con otro background, con otras necesidades y otras perspectivas. Estas amistades son sólidas también si se consolidan, pero no son confortables. Son estimulantes, te obligan a estar muy atento, a escuchar, a colocarte en otro punto del paisaje para ver lo mismo desde otra perspectiva. Son muy enriquecedoras. Pero ojo, nunca hay que confundir amistad con imitación. Ni cuando tus amigos son mayores que tú, ni mucho menos cuando son más jóvenes. Cada edad tiene su riqueza y es esa la que puedes ofrecer y compartir. Si pretendes renunciar a eso para parecerte al otro, caes irremediablemente en el patetismo y condenas la amistad al fracaso.
Todo esto viene a cuento de la última película de Noah Baumbach, Mientras seamos jóvenes. Ben Stiller y Naomi Watts son una pareja de más de cuarenta años, Adam Driver y Amanda Seyfried, son una pareja de veinticinco años. Ambas caen en el error de la imitación, del querer ser como los otros (bueno, caen ellos, las chicas parecen un poco más lúcidas) y eso impide que lo que se podían aportar unos a otros tenga un resultado satisfactorio para todos. Baumbach se enfrenta a este tema con sencillez narrativa, apoyado en la solvencia de sus actores, y con una inteligencia y sensibilidad que no solo salvan el film, salvan también la historia y los personajes. Menos un final que parece añadido a posteriori y que no responde del todo al discurrir lógico de la narración.




(las escaleras pueden llegar a ser un problema, pero no el más importante)
Cuestión de edad es también el tema de otra película americana que se ha estrenado esta semana Ático sin ascensor. Esta es la historia de una pareja, Morgan Freeman y Diane Keaton,  que lleva cuarenta años juntos. Se conocen, se quieren, se ayudan. No hay sorpresas, no hay sobresaltos, hay una tranquila solidez que nace del saber que el otro sabe. Viven en un ático precioso en Brooklyn, pero las escaleras pesan y empiezan a pensar en cambiarse de casa. La anécdota no va mucho más allá. Lo que es interesante de esta agridulce comedia es lo que pasa alrededor: la paranoia desatada por un posible atentado terrorista que les acompaña desde la televisión los dos días de locura que viven mientras enseñan su piso y visitan otros apartamentos para comprar; la enfermedad de su perrita, que les obliga dejarla en una cara clínica veterinaria. Son estos dos temas marginales, los que consiguen darle a la historia un sentido y acaban por hacerla un retrato del aquí y el ahora. Lástima que unos vergonzantes flashbacks lastren el conjunto de una película que sin ser nada especial, sería mucho mejor sin ellos.



Anacleto, agente secreto. Pues sí, también esta película es cuestión de edad. La divertida comedia disparatada de Javier Ruiz Caldera, tiene mucho que ver con la edad. La edad de un Anacleto mayor, Imanol Arias, elegante, brillante, pero que, como se encarga de repetir varias veces en la película, “ya está viejo para esto”. La edad de los lectores del Anacleto inicial creado por Vázquez a principio de los años sesenta  que son ahora adultos con hijos adolescentes que no estoy segura que sepan quién es Anacleto. La edad de esos hijos que descubrirán a Anacleto a partir de la película y quién sabe, quizás salten a los tebeos a partir de ella. Al margen de esta consideración generacional, Anacleto es un divertimento lleno de diálogos brillantes e ingeniosos, con una clara vocación de homenaje al cine de espías y al de aventuras; tiene un malo de película y una pareja protagonista con una química perfecta. Los secundarios roban las escenas que les toca robar y las secuencias de acción son espectaculares.  No quiero acabar estas líneas sin hablar de una de las cosas que más me han gustado de este comic/film: las localizaciones. Llámenlo deformación profesional debido al año que llevo sumergida en este tema con el libro y la exposición sobre localizaciones, pero el hecho es que pocas veces he visto un uso tan potente y tan variado de las localizaciones. A Ruiz Caldera le gusta rodar cerca de casa, ya lo hizo en Tres bodas de más donde el mar era el marco de la historia. Ahora se adentra en el paisaje de una Catalunya rural, y se atreve con escenarios urbanos muy poco habituales en el cine. Anacleto nunca falla, los lectores del Anacleto inicial, los que lo descubrieron cuando tenían diez años, los que no lo han descubierto aun: vayan a ver a Imanol Arias y Quim Gutiérrez y pidan por favor que haya una segunda parte. Aunque tenga que ser con un fantasma.