sábado, 28 de julio de 2018

TIEMPO DE AMAR, TIEMPO DE RECORDAR. MARIO CAMUS


(una imagen del aula de los cursos de El Escorial)


He estado estos días en uno de los cursos de la Universidad de Verano de El Escorial. Manuel Hidalgo me invitó a participar en el que organizaba sobre Mario Camus. Ha sido, como en otras ocasiones, una experiencia estupenda. Escuchar a otros ponente, conocer a Mario Camus, hablar con él, son de esas cosas que no se olvidan. En esta nueva entrada del blog, la ultima del mes de julio, me atrevo a colgar la ponencia que hice para el curso. Es larga, lo se, pero espero que pueda interesar. El tema que me dio Manuel fue el del amor y el tiempo. Esto es lo que escribí.



TIEMPO DE AMAR, TIEMPO DE RECORDAR
Antes de empezar a hablar de amor, tiempo, amor en el tiempo o tiempo para el amor, en el cine de Mario Camus, me gustaría decir dos cosas 
La primera, es citar una frase de Volker Schlöndorff que leí en su biografía, Tambour Battant, mientras preparaba este texto: “Desgraciadamente no compré a tiempo el billete para ese viaje; lo  que hoy me desgarra es el lamento, los remordimientos, el sentimiento de una pérdida irreparable”.
Schlöndorff se refiere a una vieja y muy profunda historia de amor que tuvo en los años ochenta y que, por cobardía, miedo, o por anteponer su trabajo a los sentimientos, dejó pasar. Perdió la ocasión para siempre. Me pareció, cuando lo leí, que esta historia de la vida real, la podía haber contado Mario Camus. Mejor dicho, me di cuenta de que Mario Camus la había contado en varias ocasiones.

La segunda advertencia previa es más personal y es un agradecimiento. Quiero dar las gracias a Mario Camus por haberme descubierto dos poetas de los que no sabía absolutamente nada. Claudio Rodríguez y Macedonio Fernández. Uno español y otro argentino. Ambos están íntimamente unidos a su cine, incluso, creo, que a su vida, o en todo caso, a su vida literaria/sentimental. Aunque en realidad citar estos dos nombres es empezar a hablar del tema central de esta charla: el amor, el tiempo, la pérdida, los recuerdos. En definitiva, hablar del cine de Mario Camus porque sus películas de amor y tiempo se entienden mucho mejor después de leer a estos dos escritores.

Y ahora sí, ahora puedo entrar en un tema que centra muy bien una frase de Mario Camus: “Hay que remontar el río del tiempo y asomarse a aquellos territorios que una vez frecuentamos y donde nos fuimos aprovisionando para hacer frente al largo recorrido.”

El tema del amor perdido y a veces, casi nunca, recuperado, es una constante en una filmografía que abarca casi cincuenta años y toda clase de géneros. Es muy curioso, pero en las películas que son guiones originales, sean escritos en solitario o en colaboración, sean obras de encargo o proyectos personales, el tema sale casi siempre de una u otra manera.

Si pensamos en tiempo y amor perdido en el cine de Camus, los primeros títulos que nos vienen a la cabeza son los de su última y más personal etapa. Está muy claro. Desde Los días del pasado hasta El prado de las estrellas, es algo que aparece de una u otra manera, con mayor o menor presencia, con más o menos peso en la historia.
Pero lo interesante es darse cuenta de que esta idea ya estaba mucho antes. En un antes que es casi una prehistoria de su propia filmografía. En años tan lejanos en el tiempo como 1966, 1967 y 1968; en títulos tan lejanos en sus intereses como Cuando tú no estás de 1966, Al ponerse el sol, de 1967 o Digan lo que digan de 1968. En las tres películas que hizo con Raphael, mejor dicho, al servicio de Raphael, aparece un amor perdido y buscado. En la primera película hay una mujer misteriosa que oculta un secreto que arrastra al protagonista a una desesperación por haberla conocido y haberla perdido. O por no haberla conocido porque se esconde en las brumas del misterio en el segundo film. Deliberadamente dejo fuera la tercera película porque en Digan lo que digan, la perdida y la búsqueda es la de un hermano (el tema del hermano volverá a salir más adelante) y aquí, al menos en esta primera parte, de lo que hablamos es de amor entre un hombre y una mujer.

En Cuando tu no estás las canciones se incorporan a la historia como un hilo narrativo que nos lleva del pasado al presente, o del presente al pasado para contar como Raphael conoció a Laura, la perdió, la recuperó y la volvió a perder. Es una historia que sucede en pocos años, los protagonistas son muy jóvenes por eso el drama de la pérdida se vive desde un presente cercano. No hay en esta historia posibilidad de redención en el futuro: Laura muere, es la separación definitiva e irreversible. Aquí Camus está más cerca del romanticismo que del humanismo.


El romanticismo también está muy presente en la segunda película con Raphael, Al ponerse el sol. Paisajes del norte, lluvia, el mar embravecido, una casa abandonada, Comillas. Fantasmas. Las canciones vuelven a ser importantes, pero ya no son tan narrativas como en la anterior. El guión, sin perder de vista que está al servicio de la estrella, se hace un poco más complejo mezclando la historia de amor de los padres de Marina, el fantasma que el cantante busca entre la niebla, y la suya propia con Ana que no es otra que la Marina soñada. Se nota en la escritura una mayor sutileza. Vértigo flota sin que sea evidente: recrear una imagen de una mujer que no existe en una que si existe. Es una película muy curiosa que merece algo más que clasificarla como “una de Raphael”.

Habrá que esperar hasta 1974 para volver a encontrar una película romántica en su filmografía. En realidad Los pájaros de Baden Baden no es una película de amor y tiempo. Y tampoco es exactamente una película romántica. Camus deja ver ya su mirada humanista sobre la historia de amor que escribe a partir de un texto de Ignacio Aldecoa. Pero si la cito en este contexto es porque este amor de verano, podría ser el pasado de una futura historia de amor perdido y recuperado. Con una salvedad fundamental que lo impide. Uno de los personajes se suicida. “Todos los que han conocido el amor, cuando el amor se aleja de ellos, llevan una huella de muerte…” escribe Camus citando a Hemingway y esa memoria, esa huella, permanece para siempre y podría ser el principio de una historia rememorada en un futuro que nunca veremos.


Tres años después, en 1977, Mario Camus rueda Los días del pasado, una de sus películas más personales, quizás, una de las más importantes aunque no fuera tan famosa como otras que realizó en los años 80. Con este film, el director vuelve al norte, a su Cantabria natal, a su pasado, a su memoria. Vuelve a los paisajes de lluvia, invernales. El norte es un territorio que se presta a la melancolía, a las historias de perdedores, a la pérdida en sí misma. En medio del sol luminoso del sur es mucho más difícil contar una historia como la de Los días del pasado. Por eso Juana, cuando ya no puede más, vuelve a ese sur amable donde al menos el paisaje no es hostil. El de Los días del pasado es un paisaje de cuadro romántico de Kaspar Friedrich, pero, curiosamente, la historia es muy poco romántica. El humanismo se ha impuesto y Camus pone por encima de la melancolía la urgencia de la supervivencia.

Hay tres frases de Camus de esas extrañas no memorias que son Apuntes del natural escritas en el 2007, que me parecen muy útiles para entender este giro en sus historias: Una la he citado al principio de estas líneas:
“Hay que remontar el rio del tiempo y asomarse a aquellos territorios que una vez frecuentamos y donde nos fuimos aprovisionando para hacer frente al largo recorrido.”
Las otras dos dicen
“Intento recuperar momentos especiales que tuvieron lugar en aquel tiempo: paisajes, amigos, profesores, casas, sensaciones y cualquier otra cosa que se haya quedado prendida en el recuerdo.”
“En algún pliegue o en cualquier recoveco medio oculto encontraremos la clave o, a lo peor, solo borrosas señales que marcan una vaga tendencia.”

Estas tres frases encierran las líneas maestras de Los días del pasado. La escuela, dibujada a partir de su recuerdo, la maestra que convierte en mujer a David, el profesor de su infancia, los maquis como duendes en la montaña. En este sentido, este film fundamental cuenta los días del pasado de la pareja protagonista, Juana y Antonio y los días del pasado del propio Camus.

Esta es la historia de un reencuentro. Siete años separan a Juana de Antonio. Siete años, y dos guerras o tres, porque Antonio sigue metido en una guerra de la que Juana ya no quiere saber nada. Siete años rotos por una carta que pone en marcha un posible reencuentro que no se produce hasta el minuto cuarenta y cinco. Los amantes solo tienen tres secuencias juntos: en la primera, casi no se tocan, solo se miran, se reconocen: “que flaco estás”, le dice Juana a Antonio; en la segunda hacen el amor pero no los vemos; en la tercera, derrotados ya por la vida, él se queda dormido y ella recuerda ese único momento de felicidad que tuvieron en su segundo encuentro. Nada más. El pasado y sus días es más fuerte que ellos y la separación es inevitable. Juana se va a ese sur de luz y de sol, Antonio se queda en ese norte de lluvia y de muerte. ¿Existe la posibilidad de un reencuentro cuando los dos sean viejos? “No creo en la muerte de los que aman, ni en la vida de los que no aman” dice Macedonio Fernández citado en el film. Nunca lo sabremos.


 En 1985, tras los éxitos de La Colmena y Los Santos inocentes, Camus siente la necesidad de volver a contar una historia pequeña, propia, personal. El resultado es La vieja música. En este film ambientado en Lugo, una ciudad que es todo pasado, Camus recupera historia y personajes de Volver a vivir, un film de su prehistoria, del año 1967. En lugar de fútbol, aprovecha para incorporar un deporte que le gusta mucho y que conoce bien, el baloncesto. Y en lugar de una historia de amor (imposible y desgraciado) en presente, cuenta una historia (imposible y desgraciada), en pasado. Martín, este es su primer Martin, es un personaje que sale de su pluma y de la de Joaquín Jordá que le aporta un pasado montonero en el Uruguay convulso del tiempo de las dictaduras.

Camus se siente libre para utilizar todos sus recuerdos: los del baloncesto sin duda, pero también ese tiempo que pasó en Santander viviendo solo con su padre, como Paloma vive sola con el suyo. Paloma que lee Los hechos del Rey Arturo, un libro del pasado, Paloma con la que ve en un cine (hay muchos cines en el cine de Camus, pero eso es otro tema) El Sur de Víctor Erice, historia de padres e hijas, de amores perdidos y nunca recuperados.
El hecho de utilizar el baloncesto como contexto es muy interesante. Se trata de un deporte muy rápido con una pelota en continuo movimiento y sin embargo, es un deporte donde el tiempo se dilata, se suspende, se alarga hasta límites a veces insospechados. Nunca sabes lo que van a durar los veinte minutos de un tiempo de baloncesto, como nunca sabes lo que va a durar una historia vieja, una herida no cerrada.

Hay varias memorias en esta película: la del empresario empeñado en reconstruir el palacio donde sirvieron sus padres, la de Gabriela dedicada a restaurar frescos en iglesias en ruinas. Pero hay dos muy importantes: la de Martin es una memoria emocional, sentimental, de amor perdido; la del viejo que interpreta Paco Rabal es una memoria física, de cartas y recuerdos, de vidas perdidas. Aún hay otra memoria: la de la vieja música del bandoneón que evoca un tiempo que nunca volverá. Cuando Paloma, la mujer amada, reaparezca para confirmar que nada podrá ser igual, el bandoneón será el único refugio de Martin para aceptar que no puede seguir pensando en ella; que los dos fallaron, el uno al otro y a sí mismos; para ser consciente de las decisiones equivocadas que tomaron; del no futuro que nunca tuvieron; de la necesidad de verse para perdonarse y poder seguir adelante; de la tristeza de una vida vacía y de cómo los rompieron en mil pedazos. Cuando Paloma se vaya de nuevo, Martin podrá empezar otra vez. Pero ya sin su hija. Porque también a la Paloma niña la pierde cuando su búsqueda acaba y concluye. Ahí se abre una posibilidad de un reencuentro en el futuro: el de Paloma y su padre. Me gusta la idea de que las películas de Camus son en realidad primeros capítulos de una historia que me permito imaginar.



Pasan seis años entre La vieja música y el siguiente titulo de esta canción de amor, nostálgica y melancólica que Camus va escribiendo poco a poco. Después del sueño es una estrofa atípica en su particular poema. ¿Por qué atípica? Porque no hay en ella exactamente una historia de amor desgraciado y triste, pero si hay en ella pérdidas, viejas heridas sin cerrar, tesoros por buscar y sobre todo una presencia obsesiva del pasado en el presente. La historia vieja es de hermanos (no de amores) un hermano bueno y un hermano malo. Uno exilado, el otro enriquecido. Uno con un tesoro, el otro con un rencor. Esa vieja historia se proyecta en el presente en Amos, un personaje nuevo en su filmografía: un hombre tranquilo que vive de la pesca y que sueña con un tío imaginado pero nunca visto y con un amor que tiene cerca aunque no lo sepa. Y en medio, el tesoro, el cuadro que como un macguffin picassiano hace rodar los personajes, los enreda, los conduce hacia un territorio nuevo.

Después del sueño es un verso suelto. Empieza en el norte brumoso y cantábrico, pero casi toda la historia sucede en Madrid. No hay en ella una sola línea narrativa. Como los sueños que se abren en distintos caminos inesperados, así se abren las vías de este film: la de Salud y el detective; la de Pepita y el viejo Roces, la de Antonio y Angélica, la de Antonio y la investigación; y la de Amos con el pasado de su familia que le lleva hasta Salud para cerrar el círculo y concluir el sueño. Una película rara.



En 1993 Mario Camus realiza otra de las películas claves de su filmografía del tiempo. Quizás, junto con Los días del pasado, la más política aunque más arriesgada. Porque en Sombras en una batalla se atreve a hablar de un pasado reciente en la memoria de todos. De personajes y hechos que han marcado la vida política del país. Pero lo hace desde abajo, desde la letra pequeña, desde las victimas y sin necesidad de verbalizar en ningún momento de quién o de que está hablando. Esta no verbalización es una de las cosas más interesantes de este interesante film porque lo convierte en clásico. “Yo me limito a contar historias, Antes, era un mercenario y me las encargaban. Ahora, como no me las encargan, las escribo yo y busco los elementos para escribirlas entre las cosas que ocurren cada día”, decía Camus al hablar de la película.

En el momento de su estreno, el cada día era muy evidente, no hacía falta hablar de ETA, de Pertur, de Yoyes, del GAL. Todos los espectadores llenaban con su propia memoria los huecos que dejaban los no nombrados. Pero hoy, seguramente los espectadores más jóvenes, los que vean el film por primera vez, no llenarán esos huecos con nada porque esa historia no forma parte de su historia. No nombrar ayuda a olvidar, dice uno de los personajes del film. Y ese olvido hace del film un clásico, ya que deja todo el protagonismo a la historia de amor rota por la tragedia en el pasado y la historia de amor rota en el presente por la imposibilidad de olvidarla.

El destino siempre juega sus cartas y en este caso sienta a Ana y José juntos en un autobús. Su primer diálogo, cuando no saben nada uno del otro, es muy significativo: “El pasado de los tiempos felices no se puede recuperar, Los días buenos quedaron atrás para siempre, no se pueden atrapar otra vez. Nada puede ser igual a como fue.” Pero podría ser diferente, nuevo, si fueran capaces de superar ese peso inaguantable en el alma que va dejando huellas imborrables. Las de José, apenas esbozadas en la historia que le cuenta su ex mujer a Ana. La de Ana, que solo conoce su hija y que Darío, el amigo fiel intuye pero no pregunta. Volvemos a estar en un territorio de melancolía, un norte otoñal, sin mar, pero con nieblas, con lluvia, con una naturaleza en libertad representada por los pájaros, donde la vida de Ana intenta abrirse camino entre las sombras del pasado. Un paisaje árido, un espacio de frontera: frontera entre Portugal y España, frontera entre el pasado doloroso y el futuro incierto, frontera entre el amor perdido y el que nunca se tendrá. Por debajo de los silencios de Ana, de las miradas de Darío, por debajo del dolor de José y la dureza de los que no perdonan, corre un rio de recuerdos de un pasado que no se quiere o no se debe o no se puede recuperar, un pasado del que al final Ana conseguirá liberarse precisamente cuando consiga salir de su exilio interior, cuando deje de sentirse acosada física y moralmente, perseguida por las sombras de una batalla perdida hace mucho tiempo, cuando deje de tener miedo y deje de esconderse de sus sentimientos, cuando se enfrente a ellos, a los que la dejaron sola hace años, y los que la dejan sola ahora. No sola no. Ana en su redención encontrará el refugio de Darío. Preciosa historia de amor tardío que se cierra con una frase de Borges: “Yo no hablo de venganza ni de perdones; el olvido es la única venganza y el único perdón”.

Un apunte curioso que solo se puede apreciar cuando se revisan las películas seguidas como he hecho yo para escribir este texto. El síndrome del minuto 40. Sombras en una batalla es la primera de las películas de memoria donde el pasado, la historia que todo lo rige y lo condiciona, se explica entre el minuto 40 y el 45. Prácticamente en la mitad de la película. Ya en Los días del pasado el encuentro entre Juana y Antonio pasaba en el minuto 45. Pero a partir de ahora, ese punto central será el que explique, justifique todo lo que ha sucedido, todo lo que sucederá.


Cuatro años después, en 1997, Camus dirige la que para mí es su película más bonita, más personal, más cercana: El color de las nubes. Quizás me gustan tanto porque es una película de aventuras, de cuento de hadas y lobos feroces, de tesoros escondidos, de piratas y de amor. Un amor que se prolonga en el tiempo desde la infancia de Lola, una mujer de una dignidad y una ternura tan grande que llena con su abrazo la vida de los dos niños que la ayudan a no perder el color de las nubes.

No es extraño que la película se abra con una cita de R.L. Stevenson que dice: “Y así ocurre que aunque los caminos de los niños se entrecruzan con los de los mayores en cien lugares cada día, no van nunca en la misma dirección, ni siquiera descansan en los mismos fundamentos”. Esta vez volvemos al norte, al mar, al Cantábrico, la lluvia, el invierno. Como los cuentos, la historia se sitúa hace unos años, el presente ya es pasado. El presente lo representan los niños abandonados que podrían ser de Dickens pero son de Stevenson: Bartolomé, víctima de unos padres egoístas y odiosos y Mirsad, el niño bosnio, víctima de una guerra injusta y terrible. También forman parte del presente Tina y Valerio, los dos jóvenes que encuentran su camino en el color de las nubes.

Lola comparte el pasado feliz con Colo, el amigo fiel, y el pasado doloroso con su casa, recuerdo y memoria de su amor por Mateo, el hombre al que quiso toda su vida: “Él llenó mi vida y dejó la casa para que viviera hasta mi muerte”. Lola nunca quiso papeles. Le bastaba la palabra de Mateo. Eran felices. “Pero la vida, afirma Lola, es una complicación muy grande que cada uno debe resolver como pueda.” Lo sabe Colo, lo sabe Tina, que vive sola en la montaña junto a las abejas y las plantas del bosque; lo saben Bartolomé y Misrad que acaban encontrándose uno al otro. Todas estas soledades consiguen tejer una familia nueva, seguramente sin futuro, pero feliz en ese presente en el que Lola y los niños miran el cielo y el mar sentados en un acantilado.

Y llegamos al minuto 40, cuando Tina le cuenta a Valerio la historia de Lola, de su familia, de su amor por Mateo. El eje sobre el que todo lo demás se va construyendo. El padre de Lola, un indiano que vuelve rico, construye una casa con palmeras, esa casa. Rodeada de hermanos, Lola era la mayor. A los 14 años se hizo cargo de la familia. Conoció a Mateo de pequeños, se querían, pero él se fue a Australia y se casó. Cuando volvió recuperaron su amor de juventud y no se volvieron a separar nunca. Mateo compró la casa para Lola, pero su hijo se la quiere quitar. “Tu padre me quiso y yo a él”, le dice Lola al joven Mateo, el lobo, justo antes de que los niños consigan liberarla de su acoso.

Como estamos en el terreno del cuento, la aventura del tesoro, las drogas que Colo encuentra en el mar, acabará bien. Como estamos en el terreno del cuento, la aventura de Bartolomé, que vuelve a escapar de sus horribles padres, acabará bien. Como estamos en el terreno del cuento, Lola, el hada buena, acabará quedándose en su casa y ahuyentando para siempre al lobo feroz. Como estamos en el terreno del cuento, Tina y Valerio vivirán felices y comerán miel de tomillo. Esta es una película feliz en su melancolía. Un cuento que él mismo definía como un homenaje a una película que también es una de mis favoritas: Los contrabandistas de Moonfleet, de Fritz Lang.

Después de El color de las nubes Camus no está ocioso, pero lo que hace en ese tiempo no entra en este poema. La siguiente estrofa en su canción de amor es La playa de los galgosdel 2001. Un film que, como Después del sueño, se puede considerar un verso libre. No es exactamente una historia de amor y tiempo, pero el amor y el tiempo son fundamentales en ella. Vuelve a ser una historia de hermanos perdidos y buscados, como Digan lo que digan, como Después del sueño. Pero en este caso, en un contexto de violencia injustificada, absurda. Una violencia que arrastra a los personajes desde un pasado cercano hasta un presente sin futuro posible.

El film tiene tres partes muy definidas. En la primera, vemos como se comete un asesinato a sangre fría. Un hecho terrible que persigue en sus pesadillas al autor material del tiro en la nuca sin dejarle vivir. Es Pablo, el hermano perdido de Martin. Estamos en los años ochenta, los años de plomo del terrorismo de ETA a la que de nuevo no se nombra pero a la que todo el mundo evoca sin necesidad de decir nada. Años de violencia, de muerte, de dolor.

Siete años después, Martin, este es su segundo Martin, otro hombre bueno, sencillo, recibe noticias de su hermano. Hay un psiquiatra que le puede decir dónde está. Aquí la historia empieza a complicarse, intenta abarcar demasiadas cosas, demasiados pasados. En cierto modo se pierde el hilo principal, el que lleva a Martin hasta Pablo y el que acerca Martín a Berta, la mujer misteriosa que se convierte en su sombra y en su obsesión. Esta primera parte donde los galgos corren libres por la playa, acaba con un viaje a Dinamarca, no sin que antes, Martin, en el minuto 40, le cuente a Berta la historia de su hermano Pablo. Una batalla que Berta conoce muy bien aunque Martin no lo sepa todavía.
La segunda parte sucede toda en un territorio desconocido. Como si salir de su espacio natural y adentrarse en una ciudad nueva, Copenhage, le cortara un poco las alas, el film se estanca y le cuesta avanzar en los vericuetos de la memoria del psiquiatra y su hija traumatizada por la violencia argentina de la dictadura, en Berta y sus misterios y en un encuentro entre los dos hermanos que les conducirá a la tragedia.

De alguna manera la película debería haber acabado ahí, pero Camus decide proyectarla hacia adelante. No quiere dejar a sus personajes perdidos en las sombras de esa batalla, de ese dolor. Y les ofrece una posible redención en una tercera parte donde Martin perdona a Berta, encarcelada por el asesinato de su hermano y el psiquiatra recupera a su hija de las brumas de la memoria. Pero Camus sabe que es un sueño que no sucederá. Martin se queda en la playa con un único galgo superviviente que como él, se ha quedado solo frente al mar.

La playa de los galgos no podía, no debía ser el último de los films de Mario Camus. Faltaba una última estrofa que cerrara su canción de amor y del tiempo: El prado de las estrellas.


Muchas cosas se recuperan y se viven en este film melancólico, pero no triste, invernal pero no sombrío, donde el paisaje de Comillas, del mar, de las montañas, de los pasiegos, se convierte en el telón de fondo para contar una historia de amor distinta y prolongada en el tiempo: la de un niño, Alfonso, con una mujer, Nanda, que le recoge de pequeño, le cuida, y le quiere en un amor que el hombre le devuelve a lo largo de su vida hasta su último aliento.
Son los paisajes de la infancia de Camus, son personajes que podían estar en su biografía, es un regalo que el director se hace a sí mismo y a su tierra a ese prado cuajado de estrellas alrededor de un roble centenario al que salvan de la especulación y la destrucción para preservarlo. El amor y el tiempo tienen ese objetivo: salvar el paisaje que es lo que nos contiene, lo que encierra la memoria, donde se guardan los recuerdos. Cuando los conocemos, el niño Alfonso es un hombre casi viejo y la mujer Nanda es una anciana en una residencia donde Alfonso la visita regularmente para recordar y para vivir juntos, para disfrutar de la sabiduría de la humildad, del cariño mas profundo.

Pero Camus no vive solo en el pasado. El presente es importante y el presente lo representan Luisa, una mujer de ahora mismo que no quiere atarse a un hombre, quiere vivir, quiere ser libre y como la Juana de Los días del pasado, conseguirá librarse del peso de la tradición en un sur levantino y luminoso. Mauri, el compañero fiel, simboliza lo que no se mueve, no solo la tradición, sino algo mas importante, las raíces. Mauri es el hombre fuerte enraizado en la tierra. Ramiro... Ramiro, es otra cosa. Ramiro es el hombre moderno, no pertenece a ningún sitio, arregla y reconstruye motos, frente a la bicicleta artesanal de Martin. He dejado para el final a Martin, el ciclista. Su tercer Martín, es hermano de Luisa, es el personaje más joven, el más dispuesto a encarar el futuro. El ciclismo, junto con el baloncesto, han sido dos pasiones de Camus. Y en este film a través de la figura del joven Martin, el ciclismo se inserta en la historia.

La primera vez que Alfonso ve a Martin saliendo de la niebla, sabe que ha encontrado un propósito en su vida: convertir a ese chico en un campeón. Este trabajo se va desarrollando en paralelo de la historia de Alfonso y Nanda, de la historia de Luisa con Mauri y con Ramiro y acaba por dominar todo el relato.

Hay dos finales en El prado de las estrellas: uno es feliz: el prado, el roble, el paisaje, el mundo antiguo, el que vale la pena preservar, se salva de la especulación y la destrucción. El prado seguirá estando libre de alimañas. El otro final es más triste y nos deja con un regusto amargo. Martin tiene un accidente absurdo y nunca sabremos si conseguirá salir adelante. En todo caso, Camus le deja una esperanza: tanto si vuelve a montar en bicicleta, como si acaba dedicado al campo, Martín será un campeón.
El final de la obra de Camus, al menos de momento, nos deja con una doble reflexión que me parece importante: la de quién ha vivido y mira su pasado con serenidad y la del que sabe que el futuro es de los jóvenes a los que no solo no acusa, ni estigmatiza, sino en los que confía. La doble pareja Alfonso, Nanda, Luisa, Martín, representan lo mejor de su historia, lo mejor de este país: la dignidad, la honestidad y el valor del esfuerzo y el trabajo bien hecho.

Unas pequeñas consideraciones antes de acabar. He dejado fuera toda referencia a los actores que han dado cuerpo y vida a los personajes de sus historias. Se trataba de contar lo que les pasaba a ellos sin referentes posibles, aunque en realidad es muy difícil imaginárselos sin los rostros de Marisol, Antonio Gades, Federico Luppi, Carmelo Gómez, Antonio Valero, Carmen Maura, Joaquím de Almeida Julia Gutiérrez Caba, o Álvaro Luna.

También he dejado fuera toda consideración crítica o cinematográfica. Desde el principio me coloqué en el terreno de la narración, del espacio y el tiempo. Para que ese relato funcionara tengo que citar aunque sea solo un apunte, a los coguionistas con los que ha trabajado Mario Camus en estas películas: Miguel Rubio, Antonio Betancor, Manolo Matji. Y no querría dejar de hablar de la música de Sebastián Mariné que acompaña sus historias del pasado con una armonía absoluta, una nostalgia evocada y emocionante.
También quiero aclarar que he mirado estas películas desde la perspectiva del amor y del tiempo. Pero su cine, como todo buen cine, se puede ver de muchas maneras. Y de ellas se podría hacer, de hecho se han hecho en estos días, muchas lecturas desde otros puntos de vista.

Y una última cosa. Ver las películas ahora, revisarlas, vivirlas, no deja de ser también una manera de recordar la propia historia: cuando las viste por primera vez, donde, con quién. El cine es siempre una historia de amor y tiempo.
Julio 2018 San Lorenzo de El Escorial







sábado, 14 de julio de 2018

PASEOS



(Manhee y Claire en un bar ce Cannes) 

“Todas las películas de Hong Sang-soo parecen la misma, y a la vez no hay ninguna que sea igual que la anterior.” Así empieza la crítica de La cámara de Claire que Josep Lambies publica en Time Out.  He querido usar su  primera frase porque resume muy bien lo que yo y tantos otros, pensamos del cine del director coreano mas francés del mundo. El Rohmer de Corea, como nos gusta definirlo para explicar su cine de una manera rápida y sencilla.
Sang-soo siempre está contando la misma historia de desamor o de amor frustrado, siempre utiliza un personaje -cámara, en esta ocasión de forma más que evidente ya que Isabelle Huppert se pasea toda la película con una cámara de fotos Polaroid en la mano, y siempre coloca a sus personajes en pequeños bares o restaurantes donde comen y beben sin parar. Da igual que estén en Corea o en Cannes, los bares acaban siendo territorio Sang-soo antes que Francia o Corea. Y las playas donde su protagonista, la hermosa y triste Kim Min-hee, pasea su abandono entre arena y rocas. Situar la pequeña historia de La cámara de Claire en el contexto del festival de Cannes le permite al director volver a hablar de cine, de sí mismo, el sempiterno director cobarde que es él mismo. Pero Sang-soo se aleja del Cannes de los oropeles y la alfombra roja y se adentra en las zonas de apartamentos más alejadas del festival donde los ecos de las fiestas apenas llegan a los oídos de esa mini tragedia de amor y desamor que Claire retrata con su cámara.
Y aquí me permito  una digresión. Cuando veía este film no era en Rohmer en quien pensaba sino en Roberto Rossellini y más concretamente en una película muy poco conocida suya que me divierte mucho. Se llama La macchina amazzacativi,  es de 1952 y no es precisamente un film neorrealista. La macchina que amazza cativi, es decir la maquina que mata a los malos, no es otra que una cámara de fotos capaz de descubrir la maldad de la gente y de castigarlos convenientemente. Claire y su cámara que transforma a los que retrata y a los que mira a los ojos directamente para convencerlos de que son diferentes después de pasar por su objetivo, retrata a los dos malos de la función, el director de cine pusilánime, borracho y lleno de dudas y la vendedora de films, celosa y posesiva armada detrás de una supuesta honestidad. También retrata a inocentes, como el amigo de Manhee o la propia Manhee, víctima de los dos cattivi del film que Claire desenmascara limpiamente. No hay films menores en la filmografía de Hong San-soo, y este aun lo es menos. Sus diálogos entre divertidos, surrealistas y metafísicos, y el personaje de Claire con su impermeable amarillo paseando por las calles y las playas de Cannes, cuentan mucho mas de la vida y del cine que muchos films pretendidamente más importantes. Me encanta.



(Plano del tráiler de la película Yo la busco que provocó una reprimenda y una advertencia por parte de  Facebook por mostrar una chica desnuda. Una prueba más de la ola de conservadurismo y moralismo ultramontano que acecha en todos los rincones)

Otra clase de paseo es el que nos plantea Yo la busco  debut en la dirección de Sara Gutiérrez Galve, estrenada la semana pasada. Film generacional, salido de las tripas de los que como Max y Emma aun no han decidido como quieren vivir, parientes del Zurdo del que hablaba hace un par de semanas en Desaparecer, Yo la busco es además un viaje al final de la noche. No exactamente la de Celine, sino la de una Barcelona distinta, escondida, la de bares que abren toda la noche, la de calles vacías y regadas, la de barrios periféricos donde el protagonista se adentra como en una aventura medieval (ha sido Jordi Costa el que ha comparado la película con una novela de caballerías en su crítica en El país) tras la pista de un cuaderno que se convierte en “quete” y macguffin para escapar o entender esa relación tan extraña de dependencia, amor, amistad, compañía (se puede hacer el amor con quien quieras, pero no se puede ver una película en la cama con cualquiera) que tan bien representa el momento de incertidumbre emocional de una o de varias generaciones. Un film más que interesante, entretenido, imprevisible, que viene a sumar el nombre de Sara Gutiérrez Galve al de estos jóvenes (ellos y ellas) que están buscando su lugar en el sol de medianoche del cine.



sábado, 7 de julio de 2018

JEAN-FRANÇOIS (¿TRUFFAUT?)



El mejor estreno de esta semana es una película pequeña, atípica, tierna y sobre todo muy francesa en el mejor sentido de la palabra. Se titula Jean-François i el sentit de la vida y es la opera prima de Sergi Portabella. Cuenta la historia de un niño de trece años, solitario y callado. Se llama Francesc y no encaja en un colegio dominado por matones de medio pelo que le hacen la vida imposible. Hasta que descubre por casualidad un libro de Albert Camus, El mito de Sísifo, y se siente fascinado por él. Francesc decide convertirse en Jean-François, un existencialista con abrigo negro de cuello levantado dispuesto a conocer al autor al que quiere convencer de que estaba equivocado sobre sus tesis del suicidio. Con esa intención emprende un viaje a Paris donde cree que vive Albert Camus. En el camino se encuentra con Luna, una adolescente un poco mayor que él, que le acompaña en su viaje parisino con la idea de reencontrarse con un chico francés. Lo que les pasa en este viaje, en el que los dos por distintos caminos van a descubrir el sentido de la vida, es el cuerpo de la película. Pero si solo fuera esto, no pasaría de ser una historia más de niño que padece bulling y se refugia en un mundo propio. Lo que hace de Jean-François un film sorprendente es la manera como se cuenta esta aventura de crecimiento y amor, feliz y muy positiva, imprevisible en su planteamiento y en el uso de la obra de Camus. Y sobre todo en su música.
Quiero hacer un aparte para la música que ha escrito Gerard Pastor para la película. Cuando escribía el guión, Sergi Portabella siempre la imaginaba con música barroca francesa, Lully sobre todo. Pero cuando le pidió a Gerard Pastor que le ayudara a buscarla, Gerard le sugirió hacer una música original, de inspiración barroca. Fue un acierto. El contraste entre las imágenes de un presente adolescente con la música barroca que ha compuesto Gerard, funciona espléndidamente. Se ajusta a los tiempos de la imagen, la acompaña y la complementa sin ilustrarla. Y sorprende en cada tema. Es barroco del siglo XXI, la prueba de que la música clásica es tan moderna como lo mas moderno y que lo que importa por encima de todo es saber que quieres hacer. Gerard y Sergi trabajaron mano a mano en esta banda sonora y su compenetración se siente en cada tema de la película. Un placer verla y escucharla.
(En este enlace se puede oír la banda sonora de Jean-François, i el sentit de la vida. Ojo hay que quitar los anuncios entre tema y tema)
https://www.youtube.com/watch?v=NqblczVutGw&list=OLAK5uy_kmgLKMEI5MwYlrTvL6_YuHUzCLMY9jxWM&index=2
(me escribe Gerard Pastor para hacerme una aclaración. La idea de que la música barroca fuera original fue del productor Xavier Granada, Me parece importante decirlo porque muchas veces los productores quedan fuera de las consideraciones artísticas de un film y son, casi siempre fundamentales)

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MADRID

(con Fernando Fernández Arias, Pavel Giroud y Marcelo Piñeiro en Casa de América)

Esta semana he estado en Madrid invitada por la Casa de América para participar en uno de sus debates sobre “Temas de la Casa de América”. El que me tocó se titulaba “Las 4 P”, es decir las cuatro pantallas donde se puede ver el cine en la actualidad: televisión, ordenador, tablet, móvil. Compartí el debate con Pavel Giroud, director de cine cubano y Marcelo Piñeiro, director de cine argentino. A mí me pidieron hablar del uso de las cuatro pantallas desde el punto de vista de la crítica. De mi exposición, me quedo con tres ideas que comparto  en este blog:

La primera, sobre los modos de ver, la dejo aquí para pensarla:
-En una pantalla de cine, la imagen se ve del centro hacia fuera, del detalle al conjunto.
-En una pantalla de ordenador, o televisión, la imagen se ve de fuera hacia dentro, del conjunto al detalle.
-En una tablet o un móvil, la imagen es centro y periferia a la vez.
La segunda, sobre la necesidad de la crítica.
Ante la enorme abundancia de material que se produce, lo que se puede definir como Obesidad informativa, hacen falta nutricionistas del audiovisual que organicen el caos y guíen en la selva de la oferta. Es decir una crítica seria y creíble.
Tercero, sobre cómo se consume el cine en esas 4p.
La generalización de pantallas cada vez mas jibarizadas nos lleva a usar el cine, las series, la imagen en definitiva, como se usan los libros. Las películas, las series se consumen de forma fragmentada, en cualquier lugar y a cualquier hora. Por eso hay que empezar a pensar en el cine y todos sus derivados como un producto de uso individual y privado, tanto como colectivo y público.
De la intervención de Pavel Giroud me quedo con una idea que mira al futuro:
-Un creador, en este caso un director de cine, tiene que ser consciente de que su trabajo se va a ver en distintos formatos y en distintos tamaños. Eso no quiere decir que tenga que renunciar a la creación, pero si quiere decir que tiene que utilizar estos formatos a favor de su creación.
De la intervención de Marcelo Piñeiro me quedo con la idea de la esencia.
-A partir del ejemplo de El Gatopardo, el director argentino llegó a demostrar que, incluso en las peores condiciones de visionado, formato cuadrado, doblado, con cortes publicitarios, la esencia de la energía del film de Visconti, traspasaba todos los obstáculos.
La conclusión que sacamos entre todos fue que, usando el modelo del Gatorpardo pero en positivo, todo debe cambiar para que nada cambie. Y lo que no cambia o no debe cambiar, es la capacidad de crear belleza, emoción, sentimiento y pensamiento en cualquier pantalla o soporte.


(Boudin,  Estudio de cielo, 1860)

Ya que estaba en Madrid, aproveché para ver dos exposiciones maravillosas. Monet/Boudin en el Museo Thyssen y Lorenzo Lotto en El Prado. La primera fue muy interesante, además de hermosa, ya que en la comparación de la obra de Eugène Boudin, con la de Claude Monet, maestro el primero, discípulo el segundo, se puede ver algo parecido a lo de las 4 pantallas. No importa el soporte, telas, oleos, pasteles, en ambos casos. Lo que hace que Claude Monet esté en la historia del arte y Eugène Boudin no, es la capacidad de transgredir el tema y el material. La capacidad de crear arte. Eso no quiere decir que los cuadros de Boudin no sean buenos, le recomiendo a quien pueda que vea la exposición para darse cuenta. Pero hay algo que no funciona. Boudin, al que su joven discípulo Monet llama “El rey de los cielos”, dejó escapar la oportunidad de hacer una obra importante que se intuye en su tratamiento de los cielos sobre el horizonte, para ceñirse a la demanda de una burguesía que le pedía estampas en la playa y paisajes bucólicos. Monet, en cambio, escapó de esta tiranía y se arriesgó en su pintura. Se puede resumir su obra diciendo que Boudin representaba la realidad, Monet la reinterpretaba. Fue estupendo ver esta exposición con calma y tiempo por delante.

(Monet, Mañana en el Sena, 1897)

En cuanto a la de Lorenzo Lotto, solo decir que sus retratos de jóvenes y nobles, de personajes públicos de la Italia del siglo XVI, son impresionantes en su complejidad. Te miran, te interpelan, te cuestionan y te sitúan en un contexto histórico muy preciso. Lástima que la exposición parezca no confiar demasiado en la potencia de estos austeros retratos y se haya montado con complementos de abalorios que distorsionan un tanto la fuerza de los cuadros. A pesar de eso, es espléndida.
(descubrí a Lorenzo Lotto en el lejano año 1982 gracias a esta portada de Bomarzo de Manuel Mujica Láinez)