(una imagen del aula de los cursos de El Escorial)
He estado estos días en uno de
los cursos de la Universidad de Verano de El Escorial. Manuel Hidalgo me invitó
a participar en el que organizaba sobre Mario Camus. Ha sido, como en otras
ocasiones, una experiencia estupenda. Escuchar a otros ponente, conocer a Mario
Camus, hablar con él, son de esas cosas que no se olvidan. En esta nueva
entrada del blog, la ultima del mes de julio, me atrevo a colgar la ponencia
que hice para el curso. Es larga, lo se, pero espero que pueda interesar. El
tema que me dio Manuel fue el del amor y el tiempo. Esto es lo que escribí.
TIEMPO DE AMAR, TIEMPO DE RECORDAR
Antes
de empezar a hablar de amor, tiempo, amor en el tiempo o tiempo para el amor, en
el cine de Mario Camus, me gustaría decir dos cosas
La
primera, es citar una frase de Volker Schlöndorff que leí en su biografía, Tambour Battant, mientras preparaba este
texto: “Desgraciadamente no compré a tiempo el billete para ese viaje; lo que hoy me desgarra es el lamento, los
remordimientos, el sentimiento de una pérdida irreparable”.
Schlöndorff
se refiere a una vieja y muy profunda historia de amor que tuvo en los años
ochenta y que, por cobardía, miedo, o por anteponer su trabajo a los
sentimientos, dejó pasar. Perdió la ocasión para siempre. Me pareció, cuando lo
leí, que esta historia de la vida real, la podía haber contado Mario Camus.
Mejor dicho, me di cuenta de que Mario Camus la había contado en varias
ocasiones.
La
segunda advertencia previa es más personal y es un agradecimiento. Quiero dar
las gracias a Mario Camus por haberme descubierto dos poetas de los que no sabía
absolutamente nada. Claudio Rodríguez y Macedonio Fernández. Uno español y otro
argentino. Ambos están íntimamente unidos a su cine, incluso, creo, que a su
vida, o en todo caso, a su vida literaria/sentimental. Aunque en realidad citar
estos dos nombres es empezar a hablar del tema central de esta charla: el amor,
el tiempo, la pérdida, los recuerdos. En definitiva, hablar del cine de Mario
Camus porque sus películas de amor y tiempo se entienden mucho mejor después de
leer a estos dos escritores.
Y
ahora sí, ahora puedo entrar en un tema que centra muy bien una frase de Mario
Camus: “Hay que remontar el río del tiempo y asomarse a aquellos territorios que
una vez frecuentamos y donde nos fuimos aprovisionando para hacer frente al
largo recorrido.”
El
tema del amor perdido y a veces, casi nunca, recuperado, es una constante en
una filmografía que abarca casi cincuenta años y toda clase de géneros. Es muy
curioso, pero en las películas que son guiones originales, sean escritos en
solitario o en colaboración, sean obras de encargo o proyectos personales, el
tema sale casi siempre de una u otra manera.
Si
pensamos en tiempo y amor perdido en el cine de Camus, los primeros títulos que
nos vienen a la cabeza son los de su última y más personal etapa. Está muy
claro. Desde Los días del pasado
hasta El prado de las estrellas, es
algo que aparece de una u otra manera, con mayor o menor presencia, con más o
menos peso en la historia.
Pero
lo interesante es darse cuenta de que esta idea ya estaba mucho antes. En un
antes que es casi una prehistoria de su propia filmografía. En años tan lejanos
en el tiempo como 1966, 1967 y 1968; en títulos tan lejanos en sus intereses
como Cuando tú no estás de 1966, Al ponerse el sol, de 1967 o Digan lo que digan de 1968. En las tres
películas que hizo con Raphael, mejor dicho, al servicio de Raphael, aparece un
amor perdido y buscado. En la primera película hay una mujer misteriosa que
oculta un secreto que arrastra al protagonista a una desesperación por haberla
conocido y haberla perdido. O por no haberla conocido porque se esconde en las
brumas del misterio en el segundo film. Deliberadamente dejo fuera la tercera
película porque en Digan lo que digan,
la perdida y la búsqueda es la de un hermano (el tema del hermano volverá a
salir más adelante) y aquí, al menos en esta primera parte, de lo que hablamos
es de amor entre un hombre y una mujer.
En
Cuando tu no estás las canciones se
incorporan a la historia como un hilo narrativo que nos lleva del pasado al
presente, o del presente al pasado para contar como Raphael conoció a Laura, la
perdió, la recuperó y la volvió a perder. Es una historia que sucede en pocos
años, los protagonistas son muy jóvenes por eso el drama de la pérdida se vive
desde un presente cercano. No hay en esta historia posibilidad de redención en
el futuro: Laura muere, es la separación definitiva e irreversible. Aquí Camus
está más cerca del romanticismo que del humanismo.
El
romanticismo también está muy presente en la segunda película con Raphael, Al ponerse el sol. Paisajes del norte,
lluvia, el mar embravecido, una casa abandonada, Comillas. Fantasmas. Las
canciones vuelven a ser importantes, pero ya no son tan narrativas como en la
anterior. El guión, sin perder de vista que está al servicio de la estrella, se
hace un poco más complejo mezclando la historia de amor de los padres de
Marina, el fantasma que el cantante busca entre la niebla, y la suya propia con
Ana que no es otra que la Marina soñada. Se nota en la escritura una mayor sutileza.
Vértigo flota sin que sea evidente: recrear
una imagen de una mujer que no existe en una que si existe. Es una película muy
curiosa que merece algo más que clasificarla como “una de Raphael”.
Habrá
que esperar hasta 1974 para volver a encontrar una película romántica en su
filmografía. En realidad Los pájaros de
Baden Baden no es una película de amor y tiempo. Y tampoco es exactamente
una película romántica. Camus deja ver ya su mirada humanista sobre la historia
de amor que escribe a partir de un texto de Ignacio Aldecoa. Pero si la cito en
este contexto es porque este amor de verano, podría ser el pasado de una futura
historia de amor perdido y recuperado. Con una salvedad fundamental que lo impide.
Uno de los personajes se suicida. “Todos los que han conocido el amor, cuando
el amor se aleja de ellos, llevan una huella de muerte…” escribe Camus citando
a Hemingway y esa memoria, esa huella, permanece para siempre y podría ser el
principio de una historia rememorada en un futuro que nunca veremos.
Tres años después, en 1977, Mario Camus rueda Los días del pasado, una de sus películas más personales, quizás,
una de las más importantes aunque no fuera tan famosa como otras que realizó en
los años 80. Con este film, el director vuelve al norte, a su Cantabria natal,
a su pasado, a su memoria. Vuelve a los paisajes de lluvia, invernales. El
norte es un territorio que se presta a la melancolía, a las historias de
perdedores, a la pérdida en sí misma. En medio del sol luminoso del sur es
mucho más difícil contar una historia como la de Los días del pasado. Por eso Juana, cuando ya no puede más, vuelve a
ese sur amable donde al menos el paisaje no es hostil. El de Los días del pasado es un paisaje de
cuadro romántico de Kaspar Friedrich, pero, curiosamente, la historia es muy
poco romántica. El humanismo se ha impuesto y Camus pone por encima de la
melancolía la urgencia de la supervivencia.
Hay
tres frases de Camus de esas extrañas no memorias que son Apuntes del natural escritas en el 2007, que me parecen muy útiles
para entender este giro en sus historias: Una la he citado al principio de
estas líneas:
“Hay
que remontar el rio del tiempo y asomarse a aquellos territorios que una vez
frecuentamos y donde nos fuimos aprovisionando para hacer frente al largo recorrido.”
Las
otras dos dicen
“Intento
recuperar momentos especiales que tuvieron lugar en aquel tiempo: paisajes,
amigos, profesores, casas, sensaciones y cualquier otra cosa que se haya
quedado prendida en el recuerdo.”
“En
algún pliegue o en cualquier recoveco medio oculto encontraremos la clave o, a
lo peor, solo borrosas señales que marcan una vaga tendencia.”
Estas
tres frases encierran las líneas maestras de Los días del pasado. La escuela, dibujada a partir de su recuerdo,
la maestra que convierte en mujer a David, el profesor de su infancia, los
maquis como duendes en la montaña. En este sentido, este film fundamental
cuenta los días del pasado de la pareja protagonista, Juana y Antonio y los
días del pasado del propio Camus.
Esta
es la historia de un reencuentro. Siete años separan a Juana de Antonio. Siete
años, y dos guerras o tres, porque Antonio sigue metido en una guerra de la que
Juana ya no quiere saber nada. Siete años rotos por una carta que pone en
marcha un posible reencuentro que no se produce hasta el minuto cuarenta y
cinco. Los amantes solo tienen tres secuencias juntos: en la primera, casi no
se tocan, solo se miran, se reconocen: “que flaco estás”, le dice Juana a
Antonio; en la segunda hacen el amor pero no los vemos; en la tercera,
derrotados ya por la vida, él se queda dormido y ella recuerda ese único
momento de felicidad que tuvieron en su segundo encuentro. Nada más. El pasado
y sus días es más fuerte que ellos y la separación es inevitable. Juana se va a
ese sur de luz y de sol, Antonio se queda en ese norte de lluvia y de muerte.
¿Existe la posibilidad de un reencuentro cuando los dos sean viejos? “No creo
en la muerte de los que aman, ni en la vida de los que no aman” dice Macedonio
Fernández citado en el film. Nunca lo sabremos.
Camus
se siente libre para utilizar todos sus recuerdos: los del baloncesto sin duda,
pero también ese tiempo que pasó en Santander viviendo solo con su padre, como
Paloma vive sola con el suyo. Paloma que lee Los hechos del Rey Arturo, un libro del pasado, Paloma con la que
ve en un cine (hay muchos cines en el cine de Camus, pero eso es otro tema) El Sur de Víctor Erice, historia de
padres e hijas, de amores perdidos y nunca recuperados.
El
hecho de utilizar el baloncesto como contexto es muy interesante. Se trata de
un deporte muy rápido con una pelota en continuo movimiento y sin embargo, es
un deporte donde el tiempo se dilata, se suspende, se alarga hasta límites a
veces insospechados. Nunca sabes lo que van a durar los veinte minutos de un
tiempo de baloncesto, como nunca sabes lo que va a durar una historia vieja,
una herida no cerrada.
Hay
varias memorias en esta película: la del empresario empeñado en reconstruir el
palacio donde sirvieron sus padres, la de Gabriela dedicada a restaurar frescos
en iglesias en ruinas. Pero hay dos muy importantes: la de Martin es una
memoria emocional, sentimental, de amor perdido; la del viejo que interpreta Paco
Rabal es una memoria física, de cartas y recuerdos, de vidas perdidas. Aún hay otra
memoria: la de la vieja música del bandoneón que evoca un tiempo que nunca
volverá. Cuando Paloma, la mujer amada, reaparezca para confirmar que nada podrá
ser igual, el bandoneón será el único refugio de Martin para aceptar que no
puede seguir pensando en ella; que los dos fallaron, el uno al otro y a sí
mismos; para ser consciente de las decisiones equivocadas que tomaron; del no
futuro que nunca tuvieron; de la necesidad de verse para perdonarse y poder
seguir adelante; de la tristeza de una vida vacía y de cómo los rompieron en
mil pedazos. Cuando Paloma se vaya de nuevo, Martin podrá empezar otra vez.
Pero ya sin su hija. Porque también a la Paloma niña la pierde cuando su
búsqueda acaba y concluye. Ahí se abre una posibilidad de un reencuentro en el
futuro: el de Paloma y su padre. Me gusta la idea de que las películas de Camus
son en realidad primeros capítulos de una historia que me permito imaginar.
Pasan
seis años entre La vieja música y el
siguiente titulo de esta canción de amor, nostálgica y melancólica que Camus va
escribiendo poco a poco. Después del
sueño es una estrofa atípica en su particular poema. ¿Por qué atípica?
Porque no hay en ella exactamente una historia de amor desgraciado y triste,
pero si hay en ella pérdidas, viejas heridas sin cerrar, tesoros por buscar y
sobre todo una presencia obsesiva del pasado en el presente. La historia vieja
es de hermanos (no de amores) un hermano bueno y un hermano malo. Uno exilado,
el otro enriquecido. Uno con un tesoro, el otro con un rencor. Esa vieja
historia se proyecta en el presente en Amos, un personaje nuevo en su
filmografía: un hombre tranquilo que vive de la pesca y que sueña con un tío
imaginado pero nunca visto y con un amor que tiene cerca aunque no lo sepa. Y
en medio, el tesoro, el cuadro que como un macguffin picassiano hace rodar los
personajes, los enreda, los conduce hacia un territorio nuevo.
Después del sueño es un verso suelto. Empieza en el norte
brumoso y cantábrico, pero casi toda la historia sucede en Madrid. No hay en
ella una sola línea narrativa. Como los sueños que se abren en distintos
caminos inesperados, así se abren las vías de este film: la de Salud y el
detective; la de Pepita y el viejo Roces, la de Antonio y Angélica, la de
Antonio y la investigación; y la de Amos con el pasado de su familia que le
lleva hasta Salud para cerrar el círculo y concluir el sueño. Una película
rara.
En
1993 Mario Camus realiza otra de las películas claves de su filmografía del
tiempo. Quizás, junto con Los días del
pasado, la más política aunque más arriesgada. Porque en Sombras en una batalla se atreve a
hablar de un pasado reciente en la memoria de todos. De personajes y hechos que
han marcado la vida política del país. Pero lo hace desde abajo, desde la letra
pequeña, desde las victimas y sin necesidad de verbalizar en ningún momento de
quién o de que está hablando. Esta no verbalización es una de las cosas más
interesantes de este interesante film porque lo convierte en clásico. “Yo me
limito a contar historias, Antes, era un mercenario y me las encargaban. Ahora,
como no me las encargan, las escribo yo y busco los elementos para escribirlas
entre las cosas que ocurren cada día”, decía Camus al hablar de la película.
En
el momento de su estreno, el cada día era muy evidente, no hacía falta hablar
de ETA, de Pertur, de Yoyes, del GAL. Todos los espectadores llenaban con su
propia memoria los huecos que dejaban los no nombrados. Pero hoy, seguramente
los espectadores más jóvenes, los que vean el film por primera vez, no llenarán
esos huecos con nada porque esa historia no forma parte de su historia. No
nombrar ayuda a olvidar, dice uno de los personajes del film. Y ese olvido hace
del film un clásico, ya que deja todo el protagonismo a la historia de amor
rota por la tragedia en el pasado y la historia de amor rota en el presente por
la imposibilidad de olvidarla.
El
destino siempre juega sus cartas y en este caso sienta a Ana y José juntos en
un autobús. Su primer diálogo, cuando no saben nada uno del otro, es muy
significativo: “El pasado de los tiempos felices no se puede recuperar, Los
días buenos quedaron atrás para siempre, no se pueden atrapar otra vez. Nada
puede ser igual a como fue.” Pero podría ser diferente, nuevo, si fueran
capaces de superar ese peso inaguantable en el alma que va dejando huellas
imborrables. Las de José, apenas esbozadas en la historia que le cuenta su ex mujer
a Ana. La de Ana, que solo conoce su hija y que Darío, el amigo fiel intuye
pero no pregunta. Volvemos a estar en un territorio de melancolía, un norte
otoñal, sin mar, pero con nieblas, con lluvia, con una naturaleza en libertad
representada por los pájaros, donde la vida de Ana intenta abrirse camino entre
las sombras del pasado. Un paisaje árido, un espacio de frontera: frontera
entre Portugal y España, frontera entre el pasado doloroso y el futuro
incierto, frontera entre el amor perdido y el que nunca se tendrá. Por debajo
de los silencios de Ana, de las miradas de Darío, por debajo del dolor de José
y la dureza de los que no perdonan, corre un rio de recuerdos de un pasado que
no se quiere o no se debe o no se puede recuperar, un pasado del que al final
Ana conseguirá liberarse precisamente cuando consiga salir de su exilio
interior, cuando deje de sentirse acosada física y moralmente, perseguida por
las sombras de una batalla perdida hace mucho tiempo, cuando deje de tener
miedo y deje de esconderse de sus sentimientos, cuando se enfrente a ellos, a
los que la dejaron sola hace años, y los que la dejan sola ahora. No sola no.
Ana en su redención encontrará el refugio de Darío. Preciosa historia de amor
tardío que se cierra con una frase de Borges: “Yo no hablo de venganza ni de
perdones; el olvido es la única venganza y el único perdón”.
Un
apunte curioso que solo se puede apreciar cuando se revisan las películas
seguidas como he hecho yo para escribir este texto. El síndrome del minuto 40. Sombras en una batalla es la primera de
las películas de memoria donde el pasado, la historia que todo lo rige y lo
condiciona, se explica entre el minuto 40 y el 45. Prácticamente en la mitad de
la película. Ya en Los días del pasado
el encuentro entre Juana y Antonio pasaba en el minuto 45. Pero a partir de
ahora, ese punto central será el que explique, justifique todo lo que ha
sucedido, todo lo que sucederá.
Cuatro
años después, en 1997, Camus dirige la que para mí es su película más bonita, más
personal, más cercana: El color de las nubes.
Quizás me gustan tanto porque es una película de aventuras, de cuento de hadas
y lobos feroces, de tesoros escondidos, de piratas y de amor. Un amor que se
prolonga en el tiempo desde la infancia de Lola, una mujer de una dignidad y
una ternura tan grande que llena con su abrazo la vida de los dos niños que la
ayudan a no perder el color de las nubes.
No
es extraño que la película se abra con una cita de R.L. Stevenson que dice: “Y
así ocurre que aunque los caminos de los niños se entrecruzan con los de los
mayores en cien lugares cada día, no van nunca en la misma dirección, ni
siquiera descansan en los mismos fundamentos”. Esta vez volvemos al norte, al
mar, al Cantábrico, la lluvia, el invierno. Como los cuentos, la historia se
sitúa hace unos años, el presente ya es pasado. El presente lo representan los
niños abandonados que podrían ser de Dickens pero son de Stevenson: Bartolomé,
víctima de unos padres egoístas y odiosos y Mirsad, el niño bosnio, víctima de
una guerra injusta y terrible. También forman parte del presente Tina y Valerio,
los dos jóvenes que encuentran su camino en el color de las nubes.
Lola
comparte el pasado feliz con Colo, el amigo fiel, y el pasado doloroso con su
casa, recuerdo y memoria de su amor por Mateo, el hombre al que quiso toda su
vida: “Él llenó mi vida y dejó la casa para que viviera hasta mi muerte”. Lola
nunca quiso papeles. Le bastaba la palabra de Mateo. Eran felices. “Pero la
vida, afirma Lola, es una complicación muy grande que cada uno debe resolver
como pueda.” Lo sabe Colo, lo sabe Tina, que vive sola en la montaña junto a
las abejas y las plantas del bosque; lo saben Bartolomé y Misrad que acaban
encontrándose uno al otro. Todas estas soledades consiguen tejer una familia
nueva, seguramente sin futuro, pero feliz en ese presente en el que Lola y los
niños miran el cielo y el mar sentados en un acantilado.
Y
llegamos al minuto 40, cuando Tina le cuenta a Valerio la historia de Lola, de
su familia, de su amor por Mateo. El eje sobre el que todo lo demás se va
construyendo. El padre de Lola, un indiano que vuelve rico, construye una casa
con palmeras, esa casa. Rodeada de hermanos, Lola era la mayor. A los 14 años
se hizo cargo de la familia. Conoció a Mateo de pequeños, se querían, pero él
se fue a Australia y se casó. Cuando volvió recuperaron su amor de juventud y
no se volvieron a separar nunca. Mateo compró la casa para Lola, pero su hijo
se la quiere quitar. “Tu padre me quiso y yo a él”, le dice Lola al joven Mateo,
el lobo, justo antes de que los niños consigan liberarla de su acoso.
Como
estamos en el terreno del cuento, la aventura del tesoro, las drogas que Colo
encuentra en el mar, acabará bien. Como estamos en el terreno del cuento, la
aventura de Bartolomé, que vuelve a escapar de sus horribles padres, acabará
bien. Como estamos en el terreno del cuento, Lola, el hada buena, acabará
quedándose en su casa y ahuyentando para siempre al lobo feroz. Como estamos en
el terreno del cuento, Tina y Valerio vivirán felices y comerán miel de
tomillo. Esta es una película feliz en su melancolía. Un cuento que él mismo
definía como un homenaje a una película que también es una de mis favoritas: Los contrabandistas de Moonfleet, de
Fritz Lang.
Después
de El color de las nubes Camus no
está ocioso, pero lo que hace en ese tiempo no entra en este poema. La
siguiente estrofa en su canción de amor es La playa de los galgos, del 2001. Un film que, como Después del sueño, se puede considerar un verso libre. No es
exactamente una historia de amor y tiempo, pero el amor y el tiempo son
fundamentales en ella. Vuelve a ser una historia de hermanos perdidos y
buscados, como Digan lo que digan,
como Después del sueño. Pero en este
caso, en un contexto de violencia injustificada, absurda. Una violencia que
arrastra a los personajes desde un pasado cercano hasta un presente sin futuro
posible.
El
film tiene tres partes muy definidas. En la primera, vemos como se comete un
asesinato a sangre fría. Un hecho terrible que persigue en sus pesadillas al
autor material del tiro en la nuca sin dejarle vivir. Es Pablo, el hermano
perdido de Martin. Estamos en los años ochenta, los años de plomo del
terrorismo de ETA a la que de nuevo no se nombra pero a la que todo el mundo
evoca sin necesidad de decir nada. Años de violencia, de muerte, de dolor.
Siete
años después, Martin, este es su segundo Martin, otro hombre bueno, sencillo, recibe
noticias de su hermano. Hay un psiquiatra que le puede decir dónde está. Aquí la
historia empieza a complicarse, intenta abarcar demasiadas cosas, demasiados
pasados. En cierto modo se pierde el hilo principal, el que lleva a Martin
hasta Pablo y el que acerca Martín a Berta, la mujer misteriosa que se
convierte en su sombra y en su obsesión. Esta primera parte donde los galgos
corren libres por la playa, acaba con un viaje a Dinamarca, no sin que antes,
Martin, en el minuto 40, le cuente a Berta la historia de su hermano Pablo. Una
batalla que Berta conoce muy bien aunque Martin no lo sepa todavía.
La
segunda parte sucede toda en un territorio desconocido. Como si salir de su espacio
natural y adentrarse en una ciudad nueva, Copenhage, le cortara un poco las
alas, el film se estanca y le cuesta avanzar en los vericuetos de la memoria del
psiquiatra y su hija traumatizada por la violencia argentina de la dictadura,
en Berta y sus misterios y en un encuentro entre los dos hermanos que les
conducirá a la tragedia.
De
alguna manera la película debería haber acabado ahí, pero Camus decide proyectarla
hacia adelante. No quiere dejar a sus personajes perdidos en las sombras de esa
batalla, de ese dolor. Y les ofrece una posible redención en una tercera parte
donde Martin perdona a Berta, encarcelada por el asesinato de su hermano y el
psiquiatra recupera a su hija de las brumas de la memoria. Pero Camus sabe que
es un sueño que no sucederá. Martin se queda en la playa con un único galgo
superviviente que como él, se ha quedado solo frente al mar.
La playa de los galgos no podía, no debía ser el último de los
films de Mario Camus. Faltaba una última estrofa que cerrara su canción de amor
y del tiempo: El prado de las estrellas.
Muchas
cosas se recuperan y se viven en este film melancólico, pero no triste,
invernal pero no sombrío, donde el paisaje de Comillas, del mar, de las
montañas, de los pasiegos, se convierte en el telón de fondo para contar una
historia de amor distinta y prolongada en el tiempo: la de un niño, Alfonso,
con una mujer, Nanda, que le recoge de pequeño, le cuida, y le quiere en un
amor que el hombre le devuelve a lo largo de su vida hasta su último aliento.
Son
los paisajes de la infancia de Camus, son personajes que podían estar en su
biografía, es un regalo que el director se hace a sí mismo y a su tierra a ese
prado cuajado de estrellas alrededor de un roble centenario al que salvan de la
especulación y la destrucción para preservarlo. El amor y el tiempo tienen ese
objetivo: salvar el paisaje que es lo que nos contiene, lo que encierra la
memoria, donde se guardan los recuerdos. Cuando los conocemos, el niño Alfonso
es un hombre casi viejo y la mujer Nanda es una anciana en una residencia donde
Alfonso la visita regularmente para recordar y para vivir juntos, para
disfrutar de la sabiduría de la humildad, del cariño mas profundo.
Pero
Camus no vive solo en el pasado. El presente es importante y el presente lo
representan Luisa, una mujer de ahora mismo que no quiere atarse a un hombre,
quiere vivir, quiere ser libre y como la Juana de Los días del pasado, conseguirá librarse del peso de la tradición
en un sur levantino y luminoso. Mauri, el compañero fiel, simboliza lo que no
se mueve, no solo la tradición, sino algo mas importante, las raíces. Mauri es el
hombre fuerte enraizado en la tierra. Ramiro... Ramiro, es otra cosa. Ramiro es
el hombre moderno, no pertenece a ningún sitio, arregla y reconstruye motos,
frente a la bicicleta artesanal de Martin. He dejado para el final a Martin, el
ciclista. Su tercer Martín, es hermano de Luisa, es el personaje más joven, el
más dispuesto a encarar el futuro. El ciclismo, junto con el baloncesto, han
sido dos pasiones de Camus. Y en este film a través de la figura del joven
Martin, el ciclismo se inserta en la historia.
La
primera vez que Alfonso ve a Martin saliendo de la niebla, sabe que ha
encontrado un propósito en su vida: convertir a ese chico en un campeón. Este
trabajo se va desarrollando en paralelo de la historia de Alfonso y Nanda, de
la historia de Luisa con Mauri y con Ramiro y acaba por dominar todo el relato.
Hay
dos finales en El prado de las estrellas:
uno es feliz: el prado, el roble, el paisaje, el mundo antiguo, el que vale la
pena preservar, se salva de la especulación y la destrucción. El prado seguirá
estando libre de alimañas. El otro final es más triste y nos deja con un
regusto amargo. Martin tiene un accidente absurdo y nunca sabremos si
conseguirá salir adelante. En todo caso, Camus le deja una esperanza: tanto si vuelve
a montar en bicicleta, como si acaba dedicado al campo, Martín será un campeón.
El
final de la obra de Camus, al menos de momento, nos deja con una doble
reflexión que me parece importante: la de quién ha vivido y mira su pasado con
serenidad y la del que sabe que el futuro es de los jóvenes a los que no solo
no acusa, ni estigmatiza, sino en los que confía. La doble pareja Alfonso,
Nanda, Luisa, Martín, representan lo mejor de su historia, lo mejor de este
país: la dignidad, la honestidad y el valor del esfuerzo y el trabajo bien
hecho.
Unas
pequeñas consideraciones antes de acabar. He dejado fuera toda referencia a los
actores que han dado cuerpo y vida a los personajes de sus historias. Se trataba
de contar lo que les pasaba a ellos sin referentes posibles, aunque en realidad
es muy difícil imaginárselos sin los rostros de Marisol, Antonio Gades,
Federico Luppi, Carmelo Gómez, Antonio Valero, Carmen Maura, Joaquím de Almeida
Julia Gutiérrez Caba, o Álvaro Luna.
También
he dejado fuera toda consideración crítica o cinematográfica. Desde el
principio me coloqué en el terreno de la narración, del espacio y el tiempo.
Para que ese relato funcionara tengo que citar aunque sea solo un apunte, a los
coguionistas con los que ha trabajado Mario Camus en estas películas: Miguel
Rubio, Antonio Betancor, Manolo Matji. Y no querría dejar de hablar de la
música de Sebastián Mariné que acompaña sus historias del pasado con una
armonía absoluta, una nostalgia evocada y emocionante.
También
quiero aclarar que he mirado estas películas desde la perspectiva del amor y
del tiempo. Pero su cine, como todo buen cine, se puede ver de muchas maneras.
Y de ellas se podría hacer, de hecho se han hecho en estos días, muchas
lecturas desde otros puntos de vista.
Y
una última cosa. Ver las películas ahora, revisarlas, vivirlas, no deja de ser
también una manera de recordar la propia historia: cuando las viste por primera
vez, donde, con quién. El cine es siempre una historia de amor y tiempo.
Julio
2018 San Lorenzo de El Escorial
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