Hace unos días hubo luna llena. Ramón y yo fuimos a verla
salir del mar en la playa de Barcelona. Era una noche preciosa. La luna
apareció roja, grande, feliz. Viéndola se te olvidaba la mezquindad y la
estupidez en la que vivimos sumergidos. Claro que allí mismo había ejemplos de
esa estupidez. En la misma playa donde nosotros soñábamos con la luna, había
gente que le daba la espalda y escuchaba a todo volumen una música espantosa.
Eran incapaces de apreciar el espectáculo maravilloso que les estaba ofreciendo
la naturaleza.
Ese mismo día se estrenaba Prometheus de Ridley Scott.
Anunciada como una precuela de Alien, el octavo pasajero que hace treinta años
sembró de miedo las pesadillas de mucha gente, este Prometheus prometía que iba
a desvelar quién era el misterioso astronauta dormido en el planeta donde
estaban los huevos de alien. La película no acaba de explicarlo, pero es igual
porque tiene imágenes de tal belleza y misterio que no nos importa mucho que
argumentalmente no case con su continuación.
Pero si hemos de hablar de belleza y misterio nada supera el
que despierta en la imaginación la llegada a Marte del robot Curiosity. Este
mediodía daban la noticia de que el amartizaje había sido perfecto. La alegría
se desbordaba en la NASA y en todos los que sean capaces de entender lo que
esto significa. Si podemos llegar a Marte y averiguar si hubo o hay o habrá
marcianos, podemos llegar donde sea. Incluso al planeta maldito donde habita
Alien.
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