Hay
muchas clases de desiertos. Casi todos son peligrosos y adentrarse en ellos
implica una buena dosis de sacrificio. Pero también pueden ser transformadores
y liberadores. Además de muy hermosos como paisajes aparentemente muertos,
aunque llenos de vida escondida.
Esta
semana se estrenan tres películas que tienen el desierto en común. Un desierto
físico, un desierto místico y un desierto del alma.
(una montaña de
Ramon que podría estar en un desierto)
Desierto físico
Desierto es el título de
la segunda película de Jonás Cuarón, protagonizada por Gael García Bernal. Este
terrible territorio blanco y rocoso es el agorafóbico espacio que los
inmigrantes latinos ansiosos por llegar a la tierra prometida del norte tienen
que cruzar arriesgando sus vidas. El muro que Trump quiere erigir en la
frontera con México ya existe en forma de calor, hambre, sed, serpientes, cactus
y piedras, todos ellos obstáculos que los inmigrantes pueden entender y a los
que están dispuestos a enfrentarse. A lo que no pueden enfrentarse es al odio
de un cazador solitario y su temible perro, dispuesto a impedir que esa chusma
del sur ensucie su preciado mundo con su presencia. Cuarón afirmaba en el
festival de La Habana que “Desierto es una pesadilla que el
discurso de Trump contra los migrantes puede convertir en realidad” y
justificaba el personaje del cazador asesino
explicando: “Está inspirado en la retórica de odio que hay en Estados
Unidos y en esa sociedad vulnerable y marginada que, si sigue recibiendo
mensajes violentos, tarde o temprano van a agarrar el rifle y jalarán el
gatillo. Si no se cambia el discurso, esa gente comenzará a buscar chivos
expiatorios.” Desierto es una película política pero también un western
metafísico entre dos personajes, dos hombres que juegan al gato y al ratón, o
mejor al perro y al conejo, sabiendo que solo uno podrá sobrevivir. En Desierto, Cuarón ha conseguido
fusionar la sensación de soledad y
aislamiento de Gravity, escrita por
él y dirigida por su padre, Alfonso, con la lucha de clases de La caza de Saura, el terror animal de El perro de Isasi Isasmendi y la belleza
abstracta de Gerry de Gus Van Sant.
No se olviden de una botella de agua cuando vayan a verla, la necesitarán.
(foto de rodaje de Santiago Fillol)
Desierto místico
Así
podemos definir el desierto de las misteriosas Mimosas de Oliver Laxe.
Mimosas es, desde su titulo, un enigma, un cuento, un viaje. Western
oriental que atraviesa un paisaje de lagos de un azul profundo en las altas
montañas nevadas del Atlas marroquí, esta preciosa historia de inspiración
sufí, es un viaje interior y exterior voluntariamente no datado en el tiempo ni
en el espacio. Una caravana dirigida por un viejo jeque intenta llegar a una
ciudad santa a través de las montañas. Cuando el jeque muere, la caravana se
desintegra. Solo dos hombres, Ahmed y Said, se comprometen a llevar el cuerpo
del jeque hasta su destino. Junto a esta historia hay dos más. La que sucede en
un universo paralelo donde Shakib, un alma limpia, inocente y pura es escogido
para cruzar al otro mundo y ayudar a Ahmed y Said en su misión; y la del propio
rodaje que tuvo que vencer múltiples dificultades de frio, nieve y accidentes,
llevando a lomos de mulas el material cinematográfico para rodar en 35 mm., mientras
Oliver Laxe y Santiago Fillol reescribían día a día el guión en
función de los obstáculos a los que se enfrentaban. “Quería perderme en el
camino, quería colocarme en una posición en la que no sabía por dónde ir, como
los personajes de la historia. Quería hablar de otro nivel de percepción, otro
nivel de entender el mundo. La película habla de alguien que en cierto modo se
deja ir a su aire, que se entrega a su intuición Los obstáculos hacen que el
film se haga a si mismo, los obstáculos determinan las elecciones que haces.” Al
salir compren un ramo de mimosas amarillas para seguir “oliendo” el aroma de
esta película.
Desierto del
alma
Oliver
Laxe decía al hablar de su film que “la gente tiene sed de un cine de
proporciones espirituales”. Es cierto. Pero ese cine de proporciones
espirituales no lo encontrarán en Silencio,
el opresivo y asfixiante silencio de Dios que domina la última película de
Scorsese. Silencio muestra ese
desierto del alma en el que sus dos misioneros portugueses se encuentran perdidos.
Una historia que sucede en el Japón del
siglo XVII pero puede ser entendida en cualquier época. Porque en el fondo,
Sebastián, el misionero que se adentra en lo más profundo del mundo japonés en
busca del traidor Cristóbal Ferreira, no es más que una nueva versión de Marlow
buscando a Kurtz en el corazón de las tinieblas. Scorsese sabe que no puede ser
místico ni espiritual, Scorsese es religioso (que no es lo mismo), Scorsese
entiende la religión católica como una forma de vida aquí y ahora (no hay un
Cristo más terrenal que el de La última
tentación de Cristo). Por eso el viaje al horror de Sebastián le llevará a
sufrir torturas físicas pero aun peores torturas mentales que le provocan una
crisis de fe al constatar la inutilidad de esa religión que quiere imponer a un
pueblo que no es capaz de entenderla. Silencio
deja muy claro que el sincretismo religioso que se produjo en Latinoamérica, en
Japón era completamente imposible. Esta historia en manos de un director
mediocre o peor aun de un director dogmático, sería insoportable. Pero es
Scorsese el que se enfrenta al reto y lo hace con una película tan austera en
su belleza, tan sensible en sus personajes y tan rigurosa en su discurso que
uno no puede más que sentirse arrastrado a compartir con él y con sus
misioneros, el dolor del silencio de Dios. Si tienen curiosidad busquen el
libro Silencio de Shusako Endo en la
primera librería que encuentren al salir del cine.
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