La Bella y la Bestia
Se ha estrenado esta semana la versión life del musidibu que Diseny lanzó hace exactamente 25 años de La Bella y la Bestia. A mi me gusta (una
perversión la tiene cualquiera) porque me gusta el musical, porque me gusta
Emma Watson y porque me gusta el cuento. Eso no quiere decir que no reconozca
que esta Bella y esta Bestia del 2016 son francamente viejas, o viejunas, que
es una palabra que le gusta mucho a mi amigo Juan Francia. Es una versión
viejuna no solo por la historia, lo es sobre todo por la puesta en escena. Y
ahí llegamos a un tema que lleva de cabeza a la crítica desde que el cine
existe. ¿Una película es reaccionaria, conservadora o progresista por su
historia o por la forma en que se cuenta? Viejo (no viejuno) debate que sigue en
el aire y que esta nueva versión del cuento de Gabrielle-Suzanne Barbot,
publicado nada menos que en 1740, nos permite estudiar. El cuento es el que es:
Bella es una hermosa niña que por salvar a su padre se sacrifica y acepta ser
prisionera de la Bestia de la que acaba enamorándose a pesar de su aspecto y a
la que libera de la maldición. Punto. Pero con este argumento se pueden hacer
muchas cosas. Por ejemplo, lo que hizo Jean Cocteau en 1945, hace ¡72años! en
una película que no es ni vieja, ni viejuna, sino tremendamente moderna. Por su
puesta en escena desde luego, pero también por la mirada sobre Bella y sobre la
Bestia y por la forma como resuelve su historia de amor. Bella salva a la
Bestia que se convierte en un apuesto caballero y juntos emprenden un viaje hacia
el infinito, hacia la aventura. No como la pobre Bella de Disney que acaba en
brazos de un melifluo y blandengue príncipe azul, bailando en un castillo de
mona de pascua, rodeada de estúpidos cortesanos. Pobre Bella, ¡menudo destino!
Bill Condon ha perdido la oportunidad de hacer una Bella del siglo XXI. O a lo
mejor no, y esta Bella acomodaticia y cursilona es la que corresponde a los
tiempos de regresión política y social que corren en este principio de siglo.
Safari
Las bestias de Safari
son diferentes. Y no me refiero a los pobres animales muertos arbitrariamente en los parques temáticos. Las bestias son
gordas, sebosas y viejas (también hay delgadas y jóvenes, todo hay que
decirlo). Son esas bestias que Ulrich Seidl ha puesto delante de su cámara
desde que empezó a hacer cine hace ya casi treinta años. Austríacos de clase
media, pequeños burgueses sin ningún interés que en este caso disfrazan de
aventura lo que no es más que un cobarde y aburrido paseo por un parque
temático con animales muertos. No hay nada de épica, no hay nada de peligro.
Solo hay unos perezosos humanos que arrastran su aburrimiento por una sabana
seca y árida dejando que sean otros, los guías y sobre todo los silenciosos
nativos, los que les hagan todo el trabajo. Ellos solo disparan cuando les
dicen que lo hagan y, eso si, se hacen unas tremendas fotos junto a los
cadáveres convenientemente colocados ¡esas cabezas que no quieren quedar altas
e insisten en caerse a un lado porque están muertas! La gracia de Seidl, desde
sus orígenes, es que no juzga a estos seres estúpidos, solo los retrata y ellos
se prestan. Muchas veces me he preguntado ¿por qué aceptan salir en sus
películas? ¿Es que no las ven? Pero por lo visto, a la clase media austriaca ya
le parece bien que enseñen sus vergüenzas. Por algo son la clase superior, esa
de la que surgió Hitler y que veía en él su mejor representante. A favor de Safari tengo que decir que Ulrich Seidl,
aun siendo fiel a sus planos frontales y estáticos de composiciones barrocas y
fascinantes, sale al aire libre para seguir a sus cazadores cámara al hombro y,
sobre todo, entra en las viviendas y los almacenes de los nativos a los que
contempla con una mirada más respetuosa que a sus depredadores y a los que
enfoca descuartizando animales en una secuencia que parece un cuadro de Francis
Bacon animado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario