Una
de las reglas fundamentales en cualquier narración: guión, cuento, novela,
incluso sueño, es que sea verosímil. Ser verosímil no tiene nada que ver con
ser realista, con ser de verdad. La verdad muchas veces no tienen nada de
verosímil (ahí está la política para demostrar que tiene relatos poco
verosímiles, pero si muy verdaderos). Ser verosímil es conseguir que todo lo
que pase tenga un sentido dentro de la narración. Y esto tan sencillo, en
realidad es muy difícil de conseguir. Valga este párrafo como introducción a
dos películas que se estrenan esta semana. Las dos son verosímiles y las dos me
gustan mucho.
(las Torres Gemelas en la maqueta de Nueva York del Museo de Arte de Queens)
La
primera es El museo de las maravillas,
de Todd Haynes. Haynes es un director muy especial. Le gusta visitar los
géneros para transformarlos en algo personal. Lo hizo con el melodrama en la
excelente adaptación de Mildred Pierce
o en Lejos del cielo y sobre todo en Carol. Pero también lo ha hecho en el
musical, I’m Not There, o en el terror, con su debut hace más de
veinticinco años, Poison. Haynes se
atreve ahora a darle la vuelta al fantástico, mejor dicho al cuento fantástico.
Porque eso es lo que es El museo de las
maravillas, un maravilloso cuento sobre la maravilla de vivir. Y sobre el
cine, y sobre la herencia, y sobre el futuro. La película adapta una novela de
Brian Selznick que no conozco pero me encantaría leer. Está ambientada en dos
tiempos, 1927, 1977. Tiene como protagonistas a una niña sorda en 1927, y a un
niño sordo en 1977. Las dos juegan con el cine mudo, pero el segmento del 27 lo hace en blanco y negro y con estética que
bebe en Chaplin más que en Griffith; mientras que el segmento de 1977 lo hace
con estética que bebe en el mejor Spielberg. La música es fundamental en un
film donde las palabras no se oyen casi nunca. Una música que por un lado nos
evoca el 2001 de Kubrick (si, lo hace
aunque sea de forma muy sutil) y por otra nos lanza al espacio con la voz de
David Bowie cantando Space Oddity.
Las dos historias confluyen en Nueva York, en un espacio de odisea de la
imaginación que es el Museo de las Maravillas. Pero el mejor momento para mi es
la estupenda secuencia en el Museo de Arte de Queens, donde se exhibe el Panorama, una reproducción a escala de
la ciudad de Nueva York. Allí como Gulliveres sordos, Ben y su abuela,
descubren escondidos bajo los edificios, los fragmentos de su historia común. Allí
confluyen en un momento mágico las dos historias: la del niño sordo que busca a
su padre; la de la niña sorda que busca a su madre. Esta es una película para
ir con niños que aun tienen despierta la imaginación y no necesitan ritmos
frenéticos. No es una película para adultos obsesionados con la realidad.
La
segunda es Molly’s Game, de Aaron Sorkin.
El 13 de mayo del 2012 escribí en el blog una pequeña entrada sobre el libro de
Alicia Luna Nunca mientas a un idiota.
Decía esto: “Acabo de leer el libro de Alicia Luna Nunca mientas a un idiota. Póker para guionistas y demás escribientes.
Es una lectura absolutamente recomendable.
Imprescindible para todos los que quieran escribir guiones, novelas, o
cualquier tipo de historias. Imprescindible para todos aquellos que jueguen o
les gustaría jugar al póker en serio. Para los que no son ni una cosa ni otra,
lo pueden leer casi como una novela muy divertida escrita en primera persona. Y
desde luego, todos deberíamos hacer caso al título: nunca mientas a un idiota,
seguro que acaba haciéndote daño de una manera o de otra.” Me he acordado de
este divertido (y muy útil) libro viendo Molly’s
Game, el debut en la dirección de uno de los mejores guionistas del cine
contemporáneo, Aaron Sorkin. El libro de Alicia tiene mucho que ver con la
película de Sorkin. La historia de Molly Bloom, ex esquiadora convertida en
reina del póker gracias a sus famosas partidas, parece sacada directamente de
las páginas de Alicia. Juego, azar, estrategia, inteligencia, observación,
lejanía. Y sobre todo respeto. Eso es lo que hace de Molly la perfecta
anfitriona de las mejores partidas de póker, hasta que miente a un idiota y
paga las consecuencias. El guión de Sorkin, como era de suponer, es magnífico.
Estructurado en tres tiempos, la infancia y adolescencia de Molly, la plenitud
de la princesa del póker, la detención y el juicio, se va desarrollando ante
nuestros ojos como una partida en la que alternan los tiempos de una pareja de
reyes (Molly y su exigente padre), una pareja de ases (Molly y su excelente
abogado) y un ful de figuras especiales encarnadas en jugadores y crupieres profesionales y un desfile de actores de
primer orden que asumen los roles de los famosos de todo tipo que pasaron por
la mesa de juego de Molly. Sorkin pasa con nota el debut en la dirección,
aunque se le nota más inseguro que en la escritura. Y de esa inseguridad sale
triunfadora Jessica Chastain que se mete en la piel de Molly y la llena de
dignidad y desafío.
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