Los críticos llevamos unas
semanas un poco desquiciadas entre festivales en casa (los más difíciles de
seguir porque la vida cotidiana se impone sobre la vida festivalera) y estrenos
a punta pala, dicho rápidamente. Esta semana once estrenos, algunos muy gordos
como Civil War, de Alex Garland, que
no he podido ver pero aun sin verla pone los pelos de punta por lo que se de
ella: una distopía casi real ahora mismo. Otros son pequeñitos y modestos, pero
huelen a interesantes, como Hate Songs
de Alejo Levis, un experimento en un solo espacio y con tres actores, que nos
recuerda el horror de un auténtico genocidio, el que se vivió en Ruanda en 1994 cuando el grupo
étnico Hutu asesinó en tan solo 100 días a 800.000 personas de la minoría Tutsi.
El film es la recreación de una recreación. Hate
Songs cuenta como veinte años después, es decir en 2014, se recreó en un
estudio de radio, un programa que en los días de la matanza incitaba al odio
con sus canciones y sus consignas. Lo mejor de esta película, pequeña, que no
habla de una guerra civil sino de un exterminio civil, es que me ha hecho mirar
a la Ruanda de ahora mismo y me he quedado asombrada al descubrir que es un país,
tranquilo, próspero, donde la memoria histórica no se ha olvidado, pero no se
usa como arma arrojadiza para crear más división y odio, sino para integrarse
en un proyecto común. Ruanda, escondida en el corazón de África, es un ejemplo
en muchos sentidos.
De los once estrenos de la
semana, cuatro estaban dirigidos por mujeres. No está mal. De los cuatro, solo
he visto dos y es de esos dos de los que quiero hablar en esta entrada.
(la auténtica Clémentine
Delait)
Rosalie, de Stéphanie Di Giusto
Me gusta mucho esta película.
Es muy clásica en su forma, incluso un poco demasiado académica. Pero creo que es una buena elección de la directora francesa. Si lo que
cuentas es bizarro y extraño, si lo que pones en imágenes es una historia que
se sale de los cauces habituales, quizás lo mejor es que la manera cómo la
cuentas sea la mas sencilla posible. Y la historia de Rosalie es extraña, sin duda. Todo pasa en un pequeño pueblo
francés el año 1870. Rosalie (estupenda Nadia Tereszkiewicz), es una joven
tímida y bella que llega al pueblo para casarse con Abel (estupendo Benoît
Magimel). Pero Rosalie no es una mujer como las demás, Rosalie tiene un secreto
que intenta ocultar a todos: Rosalie es una mujer barbuda, peluda. Lo que Marco
Ferreri en una de sus películas más salvajes, La donna scimmia, convertía en un cruel cuento de explotación de un
fenómeno de feria, ahora es una historia de amor. Rosalie, inspirada en el
personaje real de Clémentine Delait, es una preciosa historia de amor entre dos
personas profundamente heridas. El film tiene tres partes muy claras, la
primera es el rechazo de Rosalie, avergonzada de su barba; la segunda es la
autoafirmación de Rosalie, orgullosa de su barba; la tercera es la hipocresía
respecto a la barba de Rosalie. Con una cuidada ambientación y personajes muy
bien dibujados, la hermosa y no convencional Rosalie nos enseña algunas cosas:
hay que aprende a quererse a si mismo; hay que aprender a aceptar la
diferencia; hay que aprender a vivir de una manera libre. Bonita y barbuda.
La quimera, de Alice Rohrwacher
Hacer una película después de Lázaro feliz, era francamente un reto. La directora italiana tenía el listón tan alto, que corría el riesgo de decepcionar. La quimera no decepciona, ni mucho menos, pero si tengo que reconocer, que, al menos para mí, no llega a la altura de Lázaro feliz. Eso no quiere decir que no sea una propuesta absolutamente recomendable: los cuentos siempre son bonitos. Y La quimera es un cuento etrusco. Hay un príncipe melancólico y sumido en la tristeza. Arthur, Josh O’Connor más cerca de Lawrence Durrell que de Carlos de Inglaterra, es un arqueólogo que poco tiene que ver con Indiana Jones. Arthur tiene un don, sabe encontrar los tesoros escondidos en las profundidades de esa tierra donde la historia fluye. Arthur no busca la riqueza, eso se lo deja a los siete enanitos Tombarelli (ladrones de tumbas) que le siguen por todas partes. Arthur quiere encontrar a su Bella Durmiente, su Blanca Nieves, la hermosa Benjamina, perdida en la bruma de los fantasmas y los muertos. Que la música que acompaña a Arthur sea el Orfeo y Eurídice de Monteverdi, da la clave argumental de este film, pero no la de la película. Alex Gorina me dio la definición más precisa de lo que es La Quimera, una película sobre la Ruina, con mayúscula. Una ruina materializada en esas piezas rotas y sucias que Arthur descubre; una ruina representada en ese viejo palacio donde viven una mujer que es quizás la ruina más valiosa, Isabella Rossellini, la madre de la perdida Benjamina y sus crueles hermanas. Una ruina. Si la pienso bajo esta idea, La quimera me gana en muchos sentidos. Porque lo que me parecía una debilidad del film, su dispersión, su falta de encaje entre algunos fragmentos del relato, de repente, se convierte en una ventaja. La quimera es un tesoro roto en distintos pedazos que debemos unir nosotros como hacen los restauradores con las piezas que recuperan de las excavaciones. Y como ellos, hacer que las verdaderas, las importantes, no se confundan con las nuevas que usamos para intentar darle forma. Para mí, la pieza fundamental de esta ruina etrusca es el personaje de Italia, Carol Duarte, la mujer tierra que salva a Arthur de las quimeras perdidas.
El regalo de esta semana es una mujer (posible) etrusca
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