(casitas en el puerto, un cuadro donde podrían habitar Miguel, Lola y Guillermo)
El cine español sigue dando sorpresas, pequeñas, medianas,
grandes. Esta semana, la sorpresa se titula Los
chicos del puerto, tercer largometraje de Alberto Morais. Los que recuerden su anterior película, Las olas, seguramente pensarán mas que
en una sorpresa en la confirmación de un director con un universo propio que se
construye en torno al silencio y el paisaje. Si Las olas era una road movie de la memoria, Los chicos del puerto se puede definir como una walk movie de la
dignidad protagonizada por tres niños que se pierden en una aventura suburbana
en una Valencia de ciencia ficción. Kiarostami respira en los personajes
empeñados en la búsqueda de algo inaprensible; Bresson asoma en las miradas
entre Lola y Miguel; Truffaut se esconde detrás de la pantalla de un cine
abandonado. Tres referencias obligadas y que, sin embargo, no son suficientes
para describir este film sobre la infancia que forma un díptico imprescindible
con Las olas: ancianos, niños. Morais
no hace neorrealismo, y mucho menos realismo social. En su cine no hay
melodrama, no hay tragedia, no hay casi conflicto. Los adultos que aparecen,
pocos y marginales, se comportan como lo que son a ojos de los niños: seres
lejanos que no los ven. Lo importante es el itinerario, el recorrido por esa
Valencia de extrarradio, fantasmagórica y vacía que Beth Rourich ha retratado
de una manera futurista, como si fuera un planeta extraño en el que las líneas
curvas de las calles y las líneas rectas de las casas se conjugan para dibujar
el paisaje perfecto en el que Miguel, Lola y Guillermo viven su aventura de un
día y una noche en busca de un cementerio y una tumba donde hacer una ofrenda al recuerdo.
Aprovecho para recuperar la critica de Las olas que publiqué en Fotogramas en enero del 2012
La memoria funciona como las olas. Esa es, en el fondo, la
idea fundamental de esta película inclasificable. ¿Road movie? Quizás, ya que
es un viaje por carretera. ¿Otra de la guerra? Definitivamente no. Aunque la
guerra, mejor dicho el dolor de la derrota, presida todo el trayecto vital de
su único protagonista, Miguel. Son precisamente los recuerdos del exilio los
que asaltan a Miguel a oleadas en este viaje de reconciliación consigo mismo.
El film se construye casi sin palabras, apenas las justas, con una banda sonora
que surge de los sonidos de la carretera y el campo. Todo está pensado para ayudar
a que Miguel, excelente Carlos Álvarez Nóvoa, encuentre el recuerdo perdido de
una mujer que murió en un campo de refugiados en Argelès-sur-Mer en 1939.
Miguel rehace el camino que le llevó al exilio hace sesenta
años, en 1939, y lo hace de la mano de tres coches y dos personas. Su propio viejo
coche, averiado como él; el de Blanca, (Laia Marull), la joven que reconoce en
ese anciano algo de si misma, de su propio exilio interior, algo que la impulsa
a compartir con el una parte de su camino; y el de Fernando, el amigo que no
quiere volver al pasado, pero tampoco quiere dejarle solo. Miguel es guía y es
guiado por ellos en una película que discurre narrativamente al ritmo suave de
las olas.
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