(en el jardín de casa)
Hacía la luz
Hace
tiempo tenía un amigo guionista al que le gustaba hacer un experimento. Cuando
podía (en la tele o con un video) veía una película sin sonido para ver que historia le contaban las imágenes. A veces las imágenes le contaban la misma
historia que con voz, pero casi siempre, las imágenes le sugerían historias
diferentes. Algo así, pero con el sonido, es lo que plantea Naomi Kawase en su
último trabajo Hacia la luz. Kawase
nos propone cerrar los ojos y escuchar lo que nos dicen los diálogos de la
película que narra una voz que nos describe el donde y el cómo de cada plano
del film. Es lo que se hace para que los ciegos puedan “ver” películas y el
resultado es muy interesante. Hagan la prueba de vez en cuando. Verán cuánta
razón tienen los ciegos que le aconsejan a su narradora que no sea tan descriptiva:
“no podemos ver, pero podemos imaginar”. Claro que si Hacia la luz fuera solo esto, quizás sería un cortometraje. Por eso
Kawase introduce una historia en la historia. La de dos personas apagadas que
en su encuentro mutuo alcanzan a ver la luz. Una guionista de audio
descripciones y un fotógrafo que se está quedando ciego. Ella se siente opaca
ante la vida, el quiere capturar el ultimo rayo de luz con sus fotos. Los dos
se iluminan uno al otro y en su camino hacia la luz, nos enseñan que el cine es
luz, que la vida es luz, que sin luz no hay nada, pero que la única luz que de
verdad cuenta es la que tenemos dentro. Me gusta mucho esta película.
(esto es lo necesario para ser un autor, esto y alguna capacidad de creación)
El autor
Otra
clase de luz es la que nos propone Martin Cuenca en su nuevo trabajo, El autor. ¿Dónde está la luz de la
creación? ¿Existe realmente una bombilla que se enciende para hacer de alguien
un escritor, un autor? Pero yo quiero hablar de otra cosa, de mi propio camino
hacia la luz que ilumina esta película. Con El
autor me ha pasado una cosa muy curiosa. Cuando la vi en un pase de prensa
hace ya días, no me gustó. Salí un poco decepcionada. Martín Cuenca me ha
interesado mucho desde siempre y en especial Caníbal me pareció un film extraordinario. Pero al pasar las horas
y sobre todo, al pasar los días, no conseguía quitarme de la cabeza a ese
personaje y su obsesión. Me venían constantemente imágenes de la película: el
piso vacío, el juego de las ventanas con sus sombras chinas y sus reflejos, las
calles de una Sevilla fría, las conversaciones robadas, el profesor (estupendo
Antonio de la Torre en un registro diferente y sobre todo poniéndose las botas
comiendo a costa de su pupilo). Pero por encima de todo, me venía a la cabeza
el personaje de Álvaro, es decir Javier Gutiérrez, un actor capaz de mostrar la
miseria y la grandeza de ese personaje mediocre y hacernos sentir el dolor de
su incapacidad para crear. Álvaro iba creciendo cada vez que lo evocaba. Su
impotencia para vivir, su manera de observar, la escritura que practica como
ejercicio auto impuesto pero que nunca llega a ser creación, sus silencios y
miradas. La manipulación que hace de sí mismo y de su entorno. Me di cuenta que
cada vez me gustaba más esta película. Y pensé que una de las razones por la
que no le dieron ningún premio en San Sebastián bien pudo ser porque a los
jurados les pasó lo mismo que a mí. No les gustó de entrada, pero estoy segura
que hoy, algunos de ellos, siguen pensando en este autor indiscreto que mira y
escucha desde una ventana, que se arriesga desde la soledad.
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