sábado, 14 de abril de 2018

ALMA MATER



(bombardeo de Damasco la madrugada del 14 de abril. De los periódicos)
Alma mater es una respuesta. También es una excelente película, pero sobre todo, Alma mater es una respuesta a la pregunta que me hacía la semana pasada en la entrada sobre el documental de Ai Weiwei: ¿Por qué se van de su país? ¿Qué impulsa a los refugiados a lanzarse a las carreteras? Esta película belga, rodada en Beirut con actores palestinos, sirios y libaneses, es una posible respuesta. No la única, pero si una muy creíble. Alma mater es una película claustrofóbica, no porque pase en un espacio cerrado, un piso de clase media en medio de una ciudad asediada por bombas, francotiradores, violadores y ladrones, que podría ser Damasco, Alepo, o cualquier otro lugar de la tierra donde esta situación se ha vivido antes. Es claustrofóbica, porque demuestra que la población civil, la gente normal, como tú o como yo, somos las víctimas directas de una guerra intolerable, absurda, donde no hay buenos ni malos porque todos son malos. Una guerra que encierra moralmente a sus habitantes, ante la indiferencia de una comunidad internacional que no ha sabido reaccionar ante lo que está sucediendo en Siria desde hace tantos años. Una comunidad ensimismada en sus estúpidos problemas (que pequeño y mezquino me parece todo lo que nos sucede en nuestro entorno cercano) y que abandona en su encierro a esta gente. Pero esa claustrofobia se convierte en la película en un lenguaje que la hace aun más interesante. Todo sucede en un día que podría ser cualquiera. Un día que comienza con un hombre muerto en un callejón, apenas entrevisto desde una ventana; sigue con un intento de sobrevivir en la normalidad alterado radicalmente por la irrupción de un grupo de hombres carroñeros, profesionales de la violación y el saqueo y que acaba con un duelo compartido y una esperanza frustrada. Un día normal en ese espacio, en ese tiempo. Dentro de esa capsula que intenta ser segura, tres mujeres dominan la situación. La madre, fuerte, sólida, capaz de tener miedo pero controlarlo, y sobre todo dispuesta a no abandonar su casa, su barrio, su ciudad, su mundo. La joven vecina con su bebe, dubitativa, con un deseo enorme de huir, pero con una capacidad de reacción y de valentía ante la agresión que la hace enfrentarse a lo peor con tal de salvar a su hijo. La criada, una mujer ajena al conflicto, atrapada como todos en ese piso, la única que quiere decir la verdad, pero no puede hacerlo porque no es nadie. Junto a ellas un viejo, un adolescente y un niño. Los hombres están en fuera de campo, muertos, luchando no se sabe dónde, o convertidos en bestias depredadoras. La cámara es cómplice de esta claustrofobia y sigue a los habitantes de la casa en largos planos secuencias que convierten a los espectadores, en compañeros de su cautiverio. En ningún momento puedes dejar de verla. En ningún momento puedes no sentirte interpelado ¿Qué haría yo? En este círculo de tensión, miedo, aburrimiento y dolor, hay un instante alargado de paz. Un único instante donde todo es silencio. La cámara se detiene en la madre que acaricia la gran mesa del comedor, el símbolo de lo que han perdido: la seguridad, el confort, la familia, la tradición. Hace calor, las persianas están bajadas, la madre acaricia el frescor de la mesa y se tiende sobre ella, apoya su rostro en la superficie pulida de esa mesa que es su vida y cierra los ojos. Ese momento me da todas las respuestas que he estado buscando.

Escribí este texto el viernes 13 de abril. Hoy, sábado 14, me he despertado con la noticia de los bombardeos sobre Siria y del incremento de la escalada bélica entre Estados Unidos y Rusia que prolongan una guerra en la que, a diferencia de los graves conflictos mundiales de tiempos pasados, sinceramente no veo un lado bueno y uno malo: los dos son malos, nefastos, inmundos. Siria y su principal valedor Rusia, me da miedo. Pero Trump y su coalición, que en el fondo acabará beneficiando a los fundamentalistas del EI, tampoco me gustan nada. Y en medio, casas sitiadas y madres que intenta no perder el contacto con la frescura de una mesa pulida por los años.

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