(bombardeo de Damasco la madrugada del 14 de abril. De los periódicos)
Alma mater es una
respuesta. También es una excelente película, pero sobre todo, Alma mater es una respuesta a la
pregunta que me hacía la semana pasada en la entrada sobre el documental de Ai
Weiwei: ¿Por qué se van de su país? ¿Qué impulsa a los refugiados a lanzarse a
las carreteras? Esta película belga, rodada en Beirut con actores palestinos,
sirios y libaneses, es una posible respuesta. No la única, pero si una muy creíble.
Alma mater es una película
claustrofóbica, no porque pase en un espacio cerrado, un piso de clase media en
medio de una ciudad asediada por bombas, francotiradores, violadores y ladrones,
que podría ser Damasco, Alepo, o cualquier otro lugar de la tierra donde esta
situación se ha vivido antes. Es claustrofóbica, porque demuestra que la
población civil, la gente normal, como tú o como yo, somos las víctimas
directas de una guerra intolerable, absurda, donde no hay buenos ni malos
porque todos son malos. Una guerra que encierra moralmente a sus habitantes, ante
la indiferencia de una comunidad internacional que no ha sabido reaccionar ante
lo que está sucediendo en Siria desde hace tantos años. Una comunidad
ensimismada en sus estúpidos problemas (que pequeño y mezquino me parece todo
lo que nos sucede en nuestro entorno cercano) y que abandona en su encierro a
esta gente. Pero esa claustrofobia se convierte en la película en un lenguaje
que la hace aun más interesante. Todo sucede en un día que podría ser
cualquiera. Un día que comienza con un hombre muerto en un callejón, apenas
entrevisto desde una ventana; sigue con un intento de sobrevivir en la
normalidad alterado radicalmente por la irrupción de un grupo de hombres
carroñeros, profesionales de la violación y el saqueo y que acaba con un duelo
compartido y una esperanza frustrada. Un día normal en ese espacio, en ese
tiempo. Dentro de esa capsula que intenta ser segura, tres mujeres dominan la
situación. La madre, fuerte, sólida, capaz de tener miedo pero controlarlo, y
sobre todo dispuesta a no abandonar su casa, su barrio, su ciudad, su mundo. La
joven vecina con su bebe, dubitativa, con un deseo enorme de huir, pero con una
capacidad de reacción y de valentía ante la agresión que la hace enfrentarse a
lo peor con tal de salvar a su hijo. La criada, una mujer ajena al conflicto,
atrapada como todos en ese piso, la única que quiere decir la verdad, pero no
puede hacerlo porque no es nadie. Junto a ellas un viejo, un adolescente y un
niño. Los hombres están en fuera de campo, muertos, luchando no se sabe dónde,
o convertidos en bestias depredadoras. La cámara es cómplice de esta
claustrofobia y sigue a los habitantes de la casa en largos planos secuencias
que convierten a los espectadores, en compañeros de su cautiverio. En ningún
momento puedes dejar de verla. En ningún momento puedes no sentirte interpelado
¿Qué haría yo? En este círculo de tensión, miedo, aburrimiento y dolor, hay un instante
alargado de paz. Un único instante donde todo es silencio. La cámara se detiene
en la madre que acaricia la gran mesa del comedor, el símbolo de lo que han
perdido: la seguridad, el confort, la familia, la tradición. Hace calor, las
persianas están bajadas, la madre acaricia el frescor de la mesa y se tiende
sobre ella, apoya su rostro en la superficie pulida de esa mesa que es su vida
y cierra los ojos. Ese momento me da todas las respuestas que he estado
buscando.
Escribí
este texto el viernes 13 de abril. Hoy, sábado 14, me he despertado con la noticia
de los bombardeos sobre Siria y del incremento de la escalada bélica entre
Estados Unidos y Rusia que prolongan una guerra en la que, a diferencia de los
graves conflictos mundiales de tiempos pasados, sinceramente no veo un lado
bueno y uno malo: los dos son malos, nefastos, inmundos. Siria y su principal
valedor Rusia, me da miedo. Pero Trump y su coalición, que en el fondo acabará
beneficiando a los fundamentalistas del EI, tampoco me gustan nada. Y en medio,
casas sitiadas y madres que intenta no perder el contacto con la frescura de
una mesa pulida por los años.
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