Los traductores
Esta semana de terremotos
políticos en lo que una buen amiga denomina “el montepío mesetario”, me ha
llamado la atención una noticia que demuestra el grado de estupidez al que
puede llevar la mal llamada “corrección política”. Supongo que recuerdan la
jovencita negra vestida de amarillo que en la toma de posesión de Joe Biden
recitó un poema (precioso por cierto) y se hizo famosa de la noche a la mañana.
Pues bien, los representantes de esta chica, (ignoro si con su consentimiento) a
instancias de una activista holandesa, han decidido que solo pueden traducir
sus poemas a otro idioma una “artista joven, mujer y, sin duda, negra”.
Por lo visto, solo una chica de pocos años y además negra, será capaz de
entender la sensibilidad de su poesía. Perfecto, si eres hombre, mayor y
blanco, vetado. ¿Eres el mejor preparado para hacer una traducción fiel y
hermosa? No importa. En fin, no sé si merece la pena hacer más comentarios a
esta nueva muestra de hacia dónde va una sociedad ensimismada en problemas que
no son reales. Pero me ha venido a la cabeza para comentar una película que se
estrena esta semana y que tiene mucho que ver. Se titula simple y sencillamente
Los traductores, es francesa y está
cuajada de actores y actrices conocidos. En este caso, el editor de un best
seller mundial no tiene el problema de la poetisa americana. Entre otras cosas,
porque nadie conoce al autor que se esconde detrás de un pseudónimo y puede ser
blanco, negro, amarillo, joven, viejo, hombre o mujer. Al editor, por tanto, le
da igual quién lo traduce, lo que le interesa es el negocio que produce el
libro que se espera sea un nuevo best seller. Y para conseguir aun más
publicidad y de paso garantizar que no se filtra nada del nuevo libro en las
redes, encierra en un bunker a nueve traductores de distintas lenguas para que
traduzcan el libro simultáneamente y sin acceso a internet. A partir de aquí,
la historia se mueve entre Agatha Christie, un cadáver a los postres y un juego
de muñecas rusas, con giros de guión inesperados y muy entretenidos. Los
traductores, entre los que está Eduardo Noriega como traductor al español, (lo
siento, a los guionistas no se les ha ocurrido incluir un traductor al catalán,
al euskera y al gallego), son el cuerpo de la historia. Sus relaciones, sus
complicidades, sus rivalidades, mantienen la intriga sin que decaiga en casi
ningún momento. No es una gran película, pero se agradece que deje en evidencia
el negocio sin alma de los fabricantes de best sellers y que de la voz a un
colectivo del que casi nadie se acuerda nunca y gracias a los cuales hemos
podido leer a Marcel Proust, a Richard Ford, a Tolstoi, a Henning Mankell y tantos
escritores que de otra forma mucha gente no habría podido conocer jamás. Brindo por ellos.
El agente topo
Entre las nominaciones al
Oscar al Mejor Documental de este año, está El
agente topo, una película chilena de Maite Alberdi. Me alegro mucho por
ella. La película me gusta, me parece muy original y divertida. He releído lo
que escribí de ella cuando se presentó en el Festival de San Sebastián del año
pasado, y sigo estando de acuerdo. Lo reproduzco con la idea de despertar la
curiosidad por esta extraña, necesaria y
amable película.
“De esta directora chilena recuerdo con
gran cariño una película sobre las amigas de su abuela que se llamaba La
once (hablé de ella en una entrada del 9 de julio del 2016). En La
once ya se podía ver que Maite Alberdi no hacía documentales muy
convencionales hecho que viene a confirmar este Agente Topo en
el que prosigue su aproximación a las personas mayores, muy mayores, a través
de una historia entre divertida, inverosímil y sobre todo inesperada. El
resumen del Festival de San Sebastián dice: “Rómulo es un detective privado.
Cuando una clienta le encarga investigar la residencia de ancianos donde vive
su madre, Rómulo decide entrenar a Sergio, un hombre de 83 años que jamás ha
trabajado como detective, para vivir una temporada como agente encubierto en el
hogar.”. No tengo muy claro que
este trabajo sea un documental, tampoco es una ficción preparada. Más bien creo
que la idea es provocar una situación, Sergio infiltrado en una residencia de ancianas
(hay cuarenta mujeres por cuatro hombres) y ver qué pasa. Con la complicidad de
la dirección del centro y sobre todo del entrañable Sergio, la cámara de
Alberdi se adentra en esa residencia de provincias y mira a sus habitantes con
cariño y sin condescendencia. El Macguffin de la trama, encontrar las cosas
malas que hacen contra los pobres ancianos, funciona solo como punto de
partida. Es evidente que si la película se hizo con la colaboración de la
institución, no iban a mostrar nada malo. Pero lo importante no es lo que hagan
bien o mal las residencias para ancianos en todo el mundo, pasto de muerte y
desolación de esta maldita pandemia, sino el poner en evidencia el abandono
emocional por parte de sus familiares que padecen los viejitos recluidos en
ellas, obligados a tejer complicidades entre ellos mismos y con sus cuidadores
como refugio para su soledad. Como ejemplo, la clienta tan preocupada por su
madre, no la ha visitado nunca ni ha puesto los pies en la residencia más que
para dejarla allí. El agente topo llega en un momento
especialmente delicado en el que la sensibilidad sobre qué hacer con los
mayores se ha visto potenciada por la mortalidad provocada por el bicho de
nombre de mascota. Hace pocos días leí en LaVanguardia un
artículo que hablaba de “la campaña Old lives matter, Las Vidas Viejas
Importan, impulsada por más de 40 organizaciones científicas, sanitarias y
sociales de todo el mundo para sensibilizar a la población y luchar contra
el edadismo, la discriminación contra la gente mayor basada en
falsos prejuicios instalada en todas las sociedades.” Esta película se inscribe
en este camino, con humor, elegancia, respeto y sensibilidad. Para acabar con
este tema me gustaría recordar una frase de Ingmar Bergman, que he leído en
alguna parte: “Envejecer es como escalar una gran montaña: mientras se sube las
fuerzas disminuyen, pero la mirada se hace más libre y la vista se vuelve más
amplia y serena”.
Este film estrenado en Filmin,
es lo más parecido a una película de Chantal Akerman que he visto nunca. Se
presenta como “El thriller definitivo sobre el Me Too”. Es un buen reclamo para
despertar la curiosidad de los espectadores. Pero en realidad no es ni un
thriller, ni creo que su tema principal sea la reivindicación del Me Too.
Encerrarlo en esta idea es reducir su carga corrosiva y de profundidad a una
simple denuncia, no por necesaria, menos mediáticamente utilizada. La asistente
del título es una joven recién licenciada, interpretada por Julia Garner, con
una sobriedad y una enorme capacidad de transmitir en silencio estados de
ánimo, impresiones y emociones. Jane lleva dos meses trabajando en una gran
productora de cine en Nueva York, se supone que como asistente de un productor
al que no vemos nunca y que todo el mundo ha identificado con Harvey Weinstein.
Pero en realidad, ese jefe invisible es una figura mucho mas generalizable y no solo en la
industria del cine. Conocemos a Jane cuando sale de su casa antes de amanecer.
Es la primera en llegar a la oficina y la última en irse. Su primer trabajo es
encender todas las luces. A partir de ahí la acompañamos durante un día entero
en sus tareas cotidianas que van desde limpiar el despacho de su jefe a
fotocopiar guiones, de preparar café a dar explicaciones a la esposa del jefe,
de organizar su agenda a atender y cuidar a las chicas que llegan a la oficina
para verle. Casi sin hablar, con escasas interrelaciones con sus compañeros de
oficina, testigos vergonzantes y cobardes de lo que sucede, obligada a callar
si quiere continuar en su trabajo y sobre todo, ignorada por todos, Jane va
poco a poco asumiendo su humillación. Es en esta descripción donde Kitty Green
se muestra una alumna aventajada de Chantal Akerman. Jane, como Jeanne Dielman,
realiza sus tareas cotidianas de una manera ordenada y metódica. Ella no se
prostituye por las tardes, en realidad no se prostituye nunca “no te preocupes,
no eres su tipo” le dice cruelmente el jefe de personal, pero si es humillada,
violada de muchas pequeñas formas y relegada a ejercer unas funciones que no
son las que ella esperaba tener al acceder a este trabajo. Pero igual que
Jeanne Dielman en el 23 Quai du Commerce de Bruselas, Jane en este gran
edificio del barrio de Tribeca en Nueva York, tiene claro su papel y lo
representa bajo la cámara casi documental de una directora que demuestra ser mucho
más efectiva con este film que muchas películas más evidentes.
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