Familia
1: Los Fabelman, Steven Spielberg
No he visto nunca, y digo
nunca con toda la conciencia, una película que muestre tan enorme amor al cine
y al mismo tiempo sea toda ella una lección de cine. No soy muy dada a las
estrellitas, y menos a poner cinco como valoración, pero Los Fabelman de Spielberg se las merece. Desde la primera secuencia
hasta la última, el film es un tren eléctrico que discurre entre felicidad y
tristeza, entre familia y cine, entre dos amores y dos lealtades. Spielberg se
mira a sí mismo, como antes Cuarón (y no cito otras miradas nostálgicas que no
me gustan tanto) y lo hace con una honestidad que trasciende su propia biografía
y se convierte en un canto de amor a una profesión que nació en un momento
crucial de su vida: cuando en la primera secuencia los padres del pequeño Sam
lo llevan a ver El mayor espectáculo del
mundo a los cinco años, le explican lo que es el cine para cada uno de
ellos en un diálogo ejemplar. El padre, informático y científico, le intenta
hacer entender cómo funciona, ciencia y tecnología; la madre, pianista y
artista inconformista, le dice que es un arte, que el cine es belleza, es
imaginación: Lumière y Méliès en una sola conversación, todo el cine explicado
por un padre y una madre. Entre estos dos polos, la ciencia y el arte, se va a
desarrollar la vida de Spielberg hasta llegar, no concluir, a esta preciosa
autobiografía. Hay muchas cosas bonitas en esta película que recorre quince
años de la vida de Sam/Steven, muchos momentos interesantes, muchas lecciones
de cómo hacer cine, de cómo filmar, de cómo mirar. Porque eso es un director de
cine, alguien que mira y sabe escoger lo que mira dejando que la cámara capte
lo que él ni siquiera ve. Aunque lo que descubra después en el montaje sea
doloroso. Uno de esos momentos es cuando la madre, Mitzi, les dice a sus tres
asustados hijos: Todo pasa por algo.
Sí. Todo pasa por algo, aunque de entrada, sumergidos en ese algo, no sepamos
verlo. Todo pasa por algo y por eso el contemplar asombrado el choque de trenes
de la película de Cecil B. DeMille, es el algo que lleva a Sam/Steve a querer
saber cómo se hace eso, a saber qué él quiere hacer eso. Pero hay otro momento
que, aunque sea en boca de un John Ford encarnado en David Lynch, me parece la
mejor herencia que deja esta película y en general el cine de Spielberg. El
horizonte. Saber dónde colocar el horizonte es lo que hace interesante un plano.
Es una idea que hago mía, como lo de Todo pasa por algo, saber dónde está el
horizonte de la vida, arriba, abajo, a veces en medio. Saber qué emoción
quieres sentir simplemente colocando el horizonte en un lugar o en otro del
plano, en un lugar u otro de la vida. Eso es el cine. Eso es lo que esta autobiografía
compartida con todos nos regala, o al menos, me regala Spielberg a mí. Basada
en hechos reales, podría decirse, Los
Fabelman es industria (aunque a estas alturas a Steven Spielberg le importe
poco la rentabilidad de un film) y es arte. Pero por encima de todo, es el retrato
de una vida que se forjó entre dos polos complementarios y opuestos, en la
convivencia y tolerancia entre ambos. Gracias Steven.
Familia
2: Joyland, Saim Sadiq
Joyland es
una auténtica sorpresa. En todos los sentidos. Es una película pakistaní que se
atreve a mostrar una relación prohibida y lo hace con gran belleza en sus
imágenes. Joyland en realidad debería
llamarse Sadland, porque este
melodrama casi sirkiano, es la historia triste de un imposible triángulo de
amor. Ver Joyland después de la
lección de cine de Spielberg me ha hecho fijarme en los horizontes y en como
los utiliza este joven director en una ópera prima que sobresale por encima de
lo común. Sadiq coloca el horizonte arriba para mostrar la opresión de sus
personajes, lo coloca abajo para mostrar los escasos momentos de liberación y
felicidad, lo sitúa en el centro, cuando la historia y la vida de Haider, Biba
y Mumtaz se estanca y empieza a perderse. Pero no solo juega con los
horizontes, también juega con los encuadres, descolocando a los personajes en
el plano igual que están descolocados en la vida y utiliza el color de una
forma no naturalista, casi pop, para distanciar la película de cualquier lectura
de realismo social. La historia pasa ahora mismo en Lahoré, en el Punjab más
tradicional, en una familia dominada por un patriarca que los controla a todos.
En esa unidad, las mujeres están obligadas a cuidar de la casa y tener hijos,
varones si es posible, mientras los hombres salen a trabajar. Pero Haider está
en paro y se ocupa de sus sobrinos y Mumtaz, su esposa, trabaja en un salón de
belleza. Los roles están cambiados, primeras transgresión a la que seguirán
otras. La principal, el amor que se despierta entre Haider y Biba, una cantante
transexual con la que encuentra lo que siempre ha estado buscando. Pero todo
pasa por algo, como explica Spielberg y el hecho de que Haider entre cono
bailarín en un teatro de danza erótica, será el desencadenante de una serie de
pequeñas y grandes tragedias cotidianas llenas de secretos. Porque todos en esa
familia tienen secretos que no quieren ni pueden compartir. Secretos que los
van corroyendo poco a poco. Triángulo en el que el vértice es Haider, el film
bascula de la luminosa y llena de color historia de amor imposible entre Haider
y Biba y la más oscura y casi azul historia de amor frustrado de Haider y Mumtaz,
el personaje, al menos para mí, más importante. En todas las críticas, en todos
los reportajes, incluso en el premio Palm Queer de Cannes, se pone el acento en
la relación de Haider y Biba, pero a medida que la película avanza y se va
haciendo más sombría, el protagonismo recae en Mumtaz, la mujer que decide
trabajar, que no quiere tener hijos, que esconde sus deseos sexuales. La mujer
que acaba siendo desdibujada y sometida. Es ella, para mí, la auténtica
sorpresa de este film prohibido en Pakistán en un primer momento, pero
finalmente estrenado en parte del país gracias a la presión social. Es una pequeña
victoria, pero la gran victoria es la de que esta película, menos exótica de lo
que nos puede parecer se estrene aquí y ahora.
Coda al cabo de un par de días.
Siempre he dicho que hay que
dejar pasar un tiempo antes de ponerse a escribir de una película porque ese
tiempo nos hará ver y sentir más cosas. Con estas dos películas tan distintas,
tan alejadas, tan incompatibles incluso, me ha pasado algo de esto. De repente,
releyendo los textos y recordando las historias, me he dado cuenta de la enorme
semejanza entre las dos mujeres protagonistas de ambos films. Mitzi, la madre
de Sam en Los Fabelman y Mumtaz, la
esposa y futura madre en Joyland. Las
dos sufren del mismo destino: la frustración de renunciar a lo que les gustaría
ser para ser lo que se supone tienen que ser, y su hermana gemela, la
frustración sexual de no poder cumplir sus deseos más íntimos. La enorme
diferencia entre el film (y la vida) de Spielberg es que Mitzi logra superar la
frustración del sexo o el amor, y aprende a disfrutar del piano aunque solo sea
para ella misma. En cambio Mumtaz, en la también un poco autobiográfica Joyland, no es capaz de enfrentarse a la
sociedad que la destruye. Curioso paralelismo.
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