Esta semana se han estrenado catorce películas. Una
barbaridad. Es completamente imposible para nadie –ni siquiera para los
críticos- verlas todas. Eso significa que, por fuerza, se quedarán en la cuneta
del olvido algunos títulos que en otras circunstancias podrían haber tenido mas
suerte. O por lo menos la oportunidad de encontrar su público. Yo no las he visto todas ni mucho menos. Entre las que he
visto, algunas prefiero olvidarlas piadosamente; entre las que no he visto, me
arriesgo a perderme algo realmente interesante. Pero como no se puede llegar a
todo, me voy a limitar a hablar de tres de ellas. Mejor dicho, de tres planos
casi finales que justifican su recomendación. Un plano de un
árbol cayendo, un plano de un oso polar en la nieve, un plano de un sombrero
con un agujero de bala.
El árbol
Se trata de un castaño centenario. Es hermoso, majestuoso.
Es símbolo de un mundo que desaparece. Este gran castaño enfermo se encuentra
en el jardín del castillo en Italia
donde Valeria Bruni Tedeschi acaba la que es su tercera película
autobiográfica. Esta, más que las otras, es un ajuste de cuentas con su propia vida
lleno de humor, distancia, ironía, ternura y añoranza. Una forma de decir adiós
a su hermano; una manera de reconciliarse con su madre; un camino para cerrar
su relación con Louis Garrel. Toda la película es un psicodrama ligero que se
ve con media sonrisa, a veces poniéndose del lado de esa chica que sabe que se le acaba el tiempo de
la juventud, otras detestándola por su banalidad, pero siempre sintiendo que
estás ante un ejercicio de sinceridad absoluta. Este tono suave desaparece
hacia el final de la película cuando Louise/Valeria se enfrenta a tres
pérdidas: la de su hermano, la de su amante y la del árbol centenario. De las
tres, es la del árbol la que más me duele. No porque las otras no sean tristes narrativamente.
Me duele, porque veo desaparecer ante mis ojos un árbol maravilloso al que le
han diagnosticado una muerte segura y lenta, y al que se le practica una
eutanasia definitiva y real: sin efectos especiales, sin trampas de cine.
El castaño se corta de verdad ante mis
ojos y eso, lo siento, me hace mucho daño.
Un paisaje helado, aparentemente muerto, sin vida. Blanco y
callado. Dos figuritas humanas cogidas de la mano en medio de esa desolación
silenciosa ven como algo se mueve en el horizonte. La cámara se acerca y vemos
que es un oso polar que nos mira directamente a los ojos. Es un signo de
esperanza, de vida. Todo puede volver a empezar. Siento explicar esto y de
alguna manera destripar el final de Rompenieves,
el film post apocalíptico de Bong Joon-ho. Aunque en realidad tampoco desvelo
nada. No diré quienes son esas figuritas en el paisaje ni como han llegado
hasta allí. Solo contaré que esta extraña y fascinante película de ciencia
ficción con trasfondo de crítica social a nuestro mundo, está llena de imágenes
sugerentes, personajes raros, momentos sorprendentes. Lo que queda de la
humanidad tras un desastre climático, se refugia en un tren que avanza sin parar
jamás, dando la vuelta al mundo en un año. Un tren donde se reproducen los
esquemas de la sociedad: los que mandan; los que disfrutan de este mandato sin
hacer nada; los que sirven a los que mandan con su trabajo y los explotados y
marginados. Cada uno de estos grupos ocupa un segmento del tren imaginado por
Jacques Lob y Jean Marc Rochette. Un tren que bebe en las páginas de Stephen
King y en las imágenes de Terry Gilliam. No se equivoquen pensando que es una
mas de las películas de acción post apocalíptica. Hay mucha mas cosa en este
film. Hay, por ejemplo, un oso polar.
El sombrero
Al final de Una noche
en el viejo México, el joven Gally cruza el puente que une (o separa) Estados
Unidos y México. Se detiene en medio, se quita el sombrero tejano que ha
llevado toda la película, contempla el agujero de bala que lo atraviesa,
sonríe, se lo pone y sigue adelante caminando hacia una nueva vida. Es un
final inesperado para una película que
es fácil encasillar en el apartado western crepuscular o road movie con anciano
al fondo. El segundo trabajo de Emilio Aragón, un encargo que él aceptó con
todas las consecuencias, cuenta la historia de un viejo tejano, Robert Duvall,
al que la vida le da una última oportunidad de
cambiar su destino. Sin el trascendente sentimiento de Bruce Dern en Nebraska; sin la mala leche de Jack
Nicholson o Juan Diego en dos películas de temática parecida (A propósito de Schmidt y Anochece en la India), esta aventura de frontera se mueve entre dos
orillas. Como el puente que une y separa los dos países. La orilla de la
nostalgia por un pasado perdido; la orilla de un futuro que siempre se puede
construir. La orilla del melodrama generacional; la orilla de la historia de
amor. La orilla del humor sin estridencias; la orilla del cine negro sin
tragedia. Lo mejor de esta película no es su guión, ni siquiera el magnífico
recital de Duvall en un personaje hecho a su medida. Lo mejor es el tono de
cotidianidad sin heroísmos que preside toda la acción, incluido el episodio de
cine negro que atraviesa la aventura de estos seres perdidos en una noche en el
viejo México.
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