sábado, 16 de agosto de 2014

LA SUBLIME INUTILIDAD



Las cosas se entrelazan, se tejen. La vida se hace de puntos que se unen sin darnos cuenta. Cuando estuve en los Cursos de Verano de El Escorial asistí a una conferencia de un hombre sabio, Pedro Miguel Echenique, un científico de gran reputación que habló de La sublime utilidad de la ciencia inútil.  Una charla extraordinaria para reconocer  cosas que parecen obvias: la física cuántica es la revolución del siglo XXI; el CERN de Ginebra es la catedral de nuestro tiempo; la tradición es mirar el pasado para entender el futuro; el largo plazo siempre es mas interesante que el corto plazo (y no solo en ciencia); lo verdaderamente útil es el conocimiento aunque sea de cosas inútiles. Esa conferencia que me mantuvo atenta descubriendo cosas que sabía sin saber que las sabía, me llevó, al volver a casa, a buscar un librito que se titula precisamente La utilidad de lo inútil, escrito por Nuccio Ordine y publicado por Acantilado en castellano y Quaderns Crema en catalán. Es una delicia leer este Manifiesto que repasa la literatura y la filosofía buscando aquello que nos hace humanos y que se resume en una frase de Ionesco: “Si no se comprende la utilidad de lo inútil y la inutilidad de lo útil, no se comprende el arte”, o en otra frase de Kakuzo Okakura: “El hombre entró en el reino del arte cuando percibió la sutil utilidad de lo inútil”. Lo que nos enlaza con la conferencia del El Escorial y con el segundo eslabón de la cadena de este artículo: la primera guerra mundial.
Al volver de los cursos escribí un texto sobre lo que había aprendido  en las conferencias sobre La primera guerra mundial y el cine. Como respuesta a ese artículo recibí un e-mail de Conxita Casanova en el que me comentaba que estaba leyendo el Premio Goncourt de este año, una novela de Pierre Lemaitre que se llama Nos vemos allá arriba. Lo compré enseguida y lo leí de un tirón. Es de esas novelas que no puedes dejar, escrita de una forma clásica, casi como una novela del XIX, un folletín apasionante. Y de una actualidad tremenda aunque suceda en 1919-1920.  Mientras lo leía se desarrollaba en los diarios el culebrón Jordi Pujol y toda su ristra de corrupciones y manipulaciones. Y no pude menos que pensar que la historia se repite y que la familia Pujol no eran mas que una variante mediocre y pequeño burguesa de los aprovechados de todos los tiempos, esos que, como uno de los personajes de la novela, no dudan en matar a sus propios soldados con tal de conseguir una victoria que luego venden como salvación de la patria; o no les importa jugar con lo sentimientos de la gente para conseguir un beneficio superior a costa de los que se supone deben representar. Una lectura instructiva. La inutilidad de leer una novela que se convierte en algo útil. Y apasionante.

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Esta digresión sobre la sublime inutilidad me ha alejado del tema principal de esta semana: la muerte de dos actores carismáticos, dos estrellas cada una en su estilo. Una, trágica, la otra, plácida. Se me puede reprochar que la muerte siempre es trágica. No estoy de acuerdo. La muerte es el fin lógico de la vida, forma parte de la vida, es la culminación de la inutilidad  útil. Pero a ella se puede llegar de muchas maneras. Lauren Bacall, con sus 89 años y una vida plena, completa, satisfactoria en casi todo, se podía entregar a la muerte con serenidad. Era hermosa y lo fue hasta ahora mismo. Nunca ocultó sus arrugas ni sus años. La recuerdo en una fiesta en Cannes, en la oficina del Festival de San Sebastián, cuando las fiestas eran pequeñas, caseras, en la calle y con amigos. Lauren Bacall estaba sentada en un repecho de piedra, bebiendo vino y comiendo jamón. Y se reía. Estaba claro que aquella mujer vivía de acuerdo consigo misma. Por eso su muerte no me dolió mas que en lo que me afecta en lo personal: parte de mi infancia y adolescencia desparece con ella.
En cambio, la muerte de Robin Williams ha sido un golpe. Una tragedia. Primero, porque no tenía edad para morirse, 63 años son muchos para alguien que tiene 20, pero todavía hay mucho camino por recorrer en la vida. Segundo, porque murió de forma oscura. Un suicidio siempre lo es. Y siempre produce una sensación mayor de pérdida. Robin Williams, se ha dicho hasta la saciedad estos días, era un payaso triste. No vivía bien, era histriónico hasta dar miedo, era alguien atormentado. Eso se veía en sus películas, pero sobre todo se veía en él. No le llegué a conocer personalmente, pero si le vi en la rueda de prensa de presentación en Venecia de uno de los films que mas me han gustado en toda mi vida, El rey pescador de Terry Gilliam.  Parry, el loco que busca el Santo Grial en Central Park, es, para mi, la mejor representación de ese Robin Williams que parecía querer vivir en otro tiempo, en otro sitio, al que, al final, se ha ido para quedarse eternamente.

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Toda esta entrada la he podido hacer porque esta semana no hay casi nada que reseñar en los estrenos. O al menos casi nada que yo haya visto y me apetezca. Asi que ¡feliz lectura¡

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