“Era
la cara cuyo cansancio le había hecho imaginar todas las demás caras. Era la
mujer a la que Therese había visto una tarde, hacia las seis y media, cuando
los almacenes estaban casi vacíos, bajando pesadamente las escaleras de mármol
desde el entresuelo, deslizando sus manos por la amplia balaustrada de mármol,
intentando aliviar sus encallecidos pies de una parte del peso.” Es evidente
que esta no es la descripción de Carol, la mujer que enamora a Therese y la
hace sentirse viva. Esta es la descripción que hace Patricia Highsmith de la
Señora Robichek con la que Therese entabla una extraña amistad casi en paralelo
a descubrir a la fascinante Carol. ¿Por qué hablo de esta mujer? Porque en la
excelente película de Todd Haynes ha desaparecido del todo. Y yo la echo en
falta. La Señora Robichek es el contrapunto de Carol y la muestra de que
Therese necesita encontrar no solo el amor, sino alguien en quien confiar.
Claro que cuando se adapta una novela al cine, hay que renunciar a personajes y
a historias que no sean esenciales. Lo entiendo y me parece lógico, pero en
este caso, esta mujer cincuentona y envejecida era importante. Eso no quita que Cate Blanchet sea una Carol
sublime en su etérea belleza y en sus profundas miradas; ni que Rooney Mara sea
una reencarnación de Audrey Hepburn en Una
cara con ángel. Tampoco quita que Haynes, con la complicidad de Edward
Lachman, el director de fotografía, consiga una atmósfera sedosa y tenue donde
la Navidad es el triste fondo de una historia de amor complicada que acaba
triunfando. Carol, la película, es
absolutamente recomendable. Como lo es la novela juvenil de Patricia Highsmith.
Si no la han leído, les sugiero ver primero la peli y leer después el libro.
Disfrutarán mucho más de las dos cosas. La película por su belleza y su
sensibilidad; el libro, porque leerlo con las imágenes de Blanchet y Mara en la
cabeza es mucho mejor.
El
renacido
La
naturaleza es arrolladora. La naturaleza en su grandeza es algo que nos
devuelve a un tiempo en que el mundo era joven, no contaminado, no alterado.
Especialmente la naturaleza de las montañas nevadas, los ríos helados, los bosques
llenos de peligros, donde la palabra desaparece bajo el sonido del silencio que
produce el murmullo del agua, las hojas mecidas por el viento, la tormenta en
el cielo, los animales. Ese silencio lleno de armonía es uno de los elementos
fundamentales de El renacido. Como lo
es la presencia de lo salvaje representado de varias formas. El oso, mejor
dicho la osa, que defiende a sus crías de la amenaza que representa el hombre,
el trampero Hugh Glass, en una de las secuencias más espectaculares del cine contemporáneo.
El indio, mejor dicho los indios, considerados salvajes por esos hombres
blancos que se creen superiores, incapaces de entender la conexión con el
paisaje que tienen ellos de forma natural. El hombre, mejor dicho los hombres
tanto los franceses con su violento dominio sobre la joven raptada, como el
trampero Fitzgerald, un hombre sin moral, sin ética. Ética, esta es una palabra
que me gusta aplicar a este impresionante film de González Iñárritu que puede
provocar un cierto rechazo por su misticismo. La ética del hombre que renace,
incluso físicamente cuando surge del vientre de un caballo muerto donde ha
encontrado refugio y calor. Glass tiene un objetivo que le impulsa a sobrevivir
a los más terribles accidentes, al frío, al miedo, a las heridas. Glass quiere
vengarse por la muerte de su hijo Hawk, Pero sobre todo Glass quiere restituir
el equilibrio que Fitzgerald ha roto. La osa cumple con su papel cuando le
ataca; los indios se comportan de acuerdo a sus normas y reglas. Pero
Fitzgerald no. Y Glass, es decir Leonardo DiCaprio, debe corregir esa anomalía
para que la naturaleza siga su ritmo.
Se
acusa a Iñárritu de grandilocuente, de místico de reader digest, pero yo creo
que son esos momentos de ensoñación donde se pierde en una iglesia imposible en
el oeste, recuerdo de una vida pasada en una Europa que quizás dejó no hace
mucho tiempo el personaje del trampero, o cuando ve a su mujer flotando encima
de él invitándole a elevarse, a dejar de luchar por la venganza o por la ética,
los que demuestran que esta es una película del siglo XXI. En casi todas las
críticas se compara este pre western con una película que adoro, Las aventuras de Jeremiah Johnson, donde
también hay un hombre solo en medio de la montaña nevada, indios que viven en
su entorno y un oso que tiene un papel importante. Pero la diferencia es que
Jeremiah no está obligado a recuperar el equilibrio roto por la traición.
Jeremiah busca curar su alma tras la decepción espantosa de la guerra civil
americana y la encuentra en los parajes nevados y en la soledad. Jeremiah es
una película del año 1972, como El hombre
de una tierra salvaje, de Richard Sarafian, primera versión de la novela
que da pie a El renacido. Tanto una
como otra, son films que surgen en plena guerra de Vietnam, en pleno auge del
movimiento hippie, en un momento en que la sociedad busca una salida a una
realidad agobiante en la que ni la religión ni las ideologías son capaces de
dar explicaciones. Por eso no son nada místicas, por eso no tienen nada de
denuncia. El renacido, en cambio,
necesita el asidero de una creencia, (ética y espiritual) que justifique la
supervivencia de ese hombre herido.
Pero
al margen de cualquier disquisición filosófica que todos ustedes se pueden
ahorrar, lo mejor de todo es que este es un film extraordinariamente hermoso
con una fotografía espectacular de Emmanuel Lubezki que te arrastra durante dos
horas y media en una aventura como las de antes, las de mucho antes.
Anotación.
Después de escribir este texto he visto en Facebook un video en el que se
compara El renacido con el cine de
Tarkowski. No solo no me parece una mala referencia sino que, al contrario de
lo que se pretendía el video que era acusar a Iñárritu de “plagiar” al maestro
ruso, comprobar que ha bebido en su cine para integrarlo en una aventura como
esta me parece una lección de lo que debe ser la tradición: conocer los
clásicos y utilizarlos en la creación de una obra nueva.
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