La semana pasada hablaba de los clásicos como refugio en tiempos de incertidumbre y desconcierto. Pero tengo más. Uno de los que nunca falla es Agatha Christie. No sé cuándo empecé a leer los libros de “la reina del crimen” pero tuvo que ser antes de los doce años porque aún vivía en México. Me imagino que fue mi madre la que me dejó un libro suyo. Ella era adicta a Agatha Christie, una fan de Poirot más que de Miss Marple. Supongo que a mi madre le interesaban más las células grises que los chismes de Saint Mary Mead. Desde entonces he leído y releído todas o casi todas sus novelas. Algunas varias veces. No me canso nunca. También leí una autobiografía que se publicó en 1977, un año después de su muerte, editada en España por la Editorial Molino en 1978. Ese libro, donde hay muchas claves para entender su vida, me sirvió de base para un largo artículo que escribí para la revista Que Leer en febrero del 2001. Por desgracia no conservo la colección de esa estupenda revista y lo he perdido. Pero en Internet (¿Qué habría hecho Poirot con Internet?) encontré un curioso blog de análisis de texto donde ¡analizaban mi artículo! Fue una sorpresa y gracias a eso recuperé un fragmento donde entre otras cosas decía: “De hecho, la idea de escribir nació en su cabeza cuando su hermana Magde dudó de que fuera capaz de escribir una novela policíaca. Agatha aceptó el reto y en 1916 empezó a fraguar su historia. El protagonista sería un pequeño detective belga. Un oficial jubilado, no demasiado joven. Debía ser meticuloso, muy ordenado. Además sería muy cerebral. Se llamaría Hercule Poirot. El libro se tituló El misterioso caso de Styles; Agatha, ya Christie, tardó cuatro años en conseguir que se lo publicaran. No tenía ni idea, cuando firmó un contrato por cinco novelas en 1920, de que ese era el principio de una larga carrera que en realidad no se tomaba muy en serio: «Me había acostumbrado a escribir en lugar de bordar fundas o cojines. La creatividad se manifiesta de muchas maneras: bordando, cocinando, dibujando, componiendo música o escribiendo cuentos».
Agatha nunca pensó que estuviera
haciendo gran literatura, ni siquiera pequeña literatura. Ella escribía
historias de su tiempo, de la gente que conocía, de los lugares dónde había
estado. Siempre encontraba un personaje odioso que merecía ser asesinado, a
veces no por una sola persona, incluso por varias. Todas sus víctimas eran
despreciables, todos sus asesinos tenían sus razones, y ahí estaba Hercule
Poirot o Miss Marple para encontrarlas en un ritual muy parecido. Poirot busca
indicios, pistas, observa, escucha, piensa, razona, deduce, relaciona y al final
reúne a todos los sospechosos y desvela quién es el asesino y por qué lo hizo. No
importa cuántas veces las leas o cuántas veces veas las películas que se han hecho
adaptándolas, siempre te dejas arrastrar por el pequeño detective belga de los
mostachos engominados.
En la autobiografía de Agatha
hay un espacio en blanco que se corresponde a un episodio oscuro. En diciembre
de 1926, cuando Agatha Christie tenía 36 años, su matrimonio con Archivald
Christie se estaba desmoronando: Archie tenía una amante y quería el divorcio.
Agatha se marchó de su casa y desapareció del mundo durante once días. Nunca
dijo dónde había estado ni que había hecho en ese tiempo. Nada. Un misterio
absoluto. Ese mismo año había publicado El
asesinato de Roger Ackroyd, una de las mejores novelas de Poirot que la
había convertido en una celebridad. Por eso su desaparición mantuvo en vilo al
público, a los medios de comunicación y a la policía. Ese misterio inspiró una
película de 1979 dirigida por Michael Apted con Vanessa Redgrave y Dustin
Hoffman como protagonistas. No es gran cosa, creo recordar, pero era gracioso
como intentaban presentar a la escritora como una víctima conyugal. Cosa que no
creo que fuera. Filmin ha estrenado hace muy poco otra película sobre el mismo
tema, mejor dicho sobre el mismo misterio. Se llama Agatha y la verdad del crimen, la dirige Terry Loane y Ruth Bradley
asume el papel de la autora en horas bajas. Pero lo que sus creadores han
inventado para llenar el espacio vacío de esos once días es completamente
distinto de lo que imaginaron los guionistas del film de Apted. Tampoco me
parece que sea una gran película, pero si es muy entretenida y muy Christie y
sobre todo se nota que los que la han hecho han visto e incluso estudiado bien
la excelente serie de Poirot
POIROT
Poirot
merece un capítulo aparte en la lista de mis refugios. La serie comenzó a
emitirse en enero de 1989 en Gran Bretaña y duró hasta noviembre del 2013. Es
decir 24 años nada más y nada menos. No me acuerdo cuando la descubrí, pero si
me acuerdo que en el año 2007 o 2008 (dos años muy malos en muchos sentidos) ya
estaba ahí para acompañarnos a Ramon y a mí. En todo este tiempo, Poirot
siempre ha tenido el mismo rostro, el de David Suchet. Creo que nadie que la
haya visto alguna vez será capaz de imaginar otro Poirot que no sea él. Suchet
fue envejeciendo con nosotros, como el propio Poirot, y fue pasando de la
alegría saltarina e inocente de las primeras temporadas, a la madurez reflexiva
de las grandes novelas, para acabar en la última, la temporada número 13, con
un velo de melancolía y una cierta tristeza. Poirot va siempre impecablemente
vestido, habitualmente de blanco en las primeras temporadas, cada vez más
oscuro a medida que se hace mayor. El blanco es muy importante en la vida de
Poirot. El blanco y el art deco que preside sus primeros años. Me habría
encantado acompañar al localizador de esta serie en la búsqueda de espacios como
el impresionante edificio donde vive Poirot o las casas que visita,
espectaculares en su belleza. Todo está cuidado al detalle, con objetos,
muebles y coches de los años veinte y treinta. La Inglaterra victoriana desaparece
bajo una capa de modernidad geométrica donde todo encaja. Doce de las trece
temporadas de la serie se pueden ver en Filmin, 65 episodios de los 70 que
conforman la totalidad. Después de haberla visto seguida por lo menos una vez,
lo que mas me gusta es buscar uno al azar, por ejemplo, Temporada 8 capítulo 2,
sin saber con qué me voy a encontrar. Pero cuando las cosas están mal, cuando
me ronda la depresión, el cansancio, el Covid 19 o el desespero por lo que leo en
los periódicos (ya dije la semana pasada que la tele mejor no verla), me voy a
la primera y la segunda temporada, para encontrarme con un Poirot joven aún.
Hercule Poirot lleva poco tiempo en Londres, no es todavía muy conocido, vive
una extraña amistad con su socio el capitán Arthur Hastings, un ser adorable, aficionado
a los coches, siempre perplejo –“Good Lord”– ante la capacidad deductiva de su
amigo. Poirot cuenta además con la indispensable ayuda y colaboración de su
perspicaz e inteligente secretaria Miss Lemon, la única capaz de preparar bien
la tisana para el detective. Sin olvidarnos del Chief Inspector Japp, un policía de Scotland Yard con el que Poirot
tiene una divertida rivalidad para ver quién resuelve los crímenes antes.
Naturalmente, siempre lo conseguirá Hercule Poirot. Estos personajes aparecen en
las novelas de Poirot entre 1920 y 1940. Después ya no los encontramos mas que
esporádicamente ni en los libros ni en la serie. Los tres aportan humor, y
humanidad al detective belga, quizás por eso van desapareciendo a medida que el
detective se hace más famoso, más solitario y más melancólico.
Me encanta esta serie, mucho más que las películas que se han hecho sobre libros de Agatha Christie y vuelvo a ella cuando necesito un chute de células grises para entender el mundo que me rodea y en estos días, además para intentar olvidarme de este calor pegajoso que el elegante Poirot no soportaría.
El regalo de esta semana es un
enigma en forma de cuadro, un reto para Poirot
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