Tengo un problema. No me ha
gustado la película Las niñas. Lo
siento. Probablemente sea culpa mía, no lo niego. Pero delante del coro de
alabanzas y de elogios que se ha construido a su alrededor, me encuentro un
poco perpleja. No digo que esté mal, ni mucho menos. Tampoco estoy segura que esté
tan bien como se ha dicho. A ver. Se la ha comparado con Verano del 93 por las similitudes: ópera prima de una mujer joven,
historia autobiográfica, años noventa. Pero esos son elementos muy circunstanciales.
En realidad, las dos películas no tienen nada que ver. Las niñas es una película honesta y muy personal, y en ese sentido
no tengo nada que objetarle. Pilar Palomero hace un buen debut, y las niñas,
las actrices, están muy bien casi todas. (De todos modos me parece un poco
exagerado comparar a Andrea Fandos con la Ana Torrent de El espíritu de la colmena, solo porque tiene los ojos negros y
grandes, mira mucho y calla más). Pero para mi, la película tiene varios
problemas. Uno de los que me plantea, es el de la contradicción que percibo en
ella entre una intención muy emocional y sensible con una puesta en escena
absolutamente cerebral, casi fría. Por mucho que nos cuenten que las niñas
improvisan y que la directora las dejó a su aire, tengo la sensación de que la
película tiene una estructura rígida y una elaboración de laboratorio. En
cuanto al argumento mi perplejidad crece aun más. Mientras la veía me preguntaba
en qué época estaba pasando. A no ser por la banda sonora y una línea de diálogo
que hace referencia al sida, Las niñas
podría estar datada en los años sesenta y sería exactamente igual. No me meto
en todo lo que sucede en el colegio de monjas porque, por suerte para mí, nunca
fui a un colegio de monjas. A la edad de Celia y Brisa, yo estaba en el
Instituto Verdaguer. Eran los años 1962 a 1967, en pleno franquismo, pero
aunque el Instituto lo dirigía un cura, tanto el profesorado como las alumnas
disfrutábamos de una libertad de pensamiento muy grande. Supongo que en mi
época, los colegios de curas y monjas debían ser más represores y carcas que el
instituto, no lo dudo. A lo mejor lo eran asi en los 90, y quién sabe, incluso
lo siguen siendo ahora mismo. Si Pilar Palomero lo cuenta, debe ser verdad y no
voy a ser yo la que se lo discuta. Sin embargo, el entorno de la calle, de la
vida familiar, sí que se lo puedo discutir. Porque me cuesta creer que en la Zaragoza
del año 1992, se viviera de una forma tan absolutamente encarcarada y con
tantos secretos y represiones (no digo que no fuera así, pero me cuesta). La
relación de Celia con su madre es para mi incomprensible en esa época. Una
mujer de poco menos de treinta años, que ha sacado adelante a su hija ella
sola, no reacciona como una esposa y madre del Opus en los años sesenta (1). Lo
siento, pero me parece inverosímil. Y me molesta ver que en ese mundo de niñas
no hay presencias masculinas y las poquísimas que hay están mal dibujadas. Pero
lo que me preocupa de Las niñas y me
hace pensar, es comprobar que el tipo de educación que ya en mi adolescencia
era carca, reaccionaria y oscurantista, se siguiera practicando en los años 90.
Es probable que cada uno extrapole su propia experiencia, como ha hecho Pilar
Palomero, pero desde luego las niñas y adolescentes que yo traté en los años 90
no eran en absoluto como estas chicas zaragozanas. Y si ya existía esa terrible
similitud entre el colegio monjil de los sesenta franquistas y el de los
noventa de las olimpiadas y la Expo, ¿por qué tengo que creer que no sigue
siendo igual ahora mismo o hace diez años? En definitiva los votantes de Vox y
del Carlismo Nacionalista salen de algún sitio y los colegios de curas y monjas
son un granero estupendo para cultivarlos. Esta semana en la que vuelven los niños
a la escuela y toda la preocupación está encaminada a ver cómo se organiza el
caos provocado por el bicho, quizás deberíamos pensar un poco más en el caos
mental que se puede estar creando en las mentes de niños y niñas. ¿Se sigue
proyectando Marcelino pan y vino en
los colegios? Inquietante pregunta. No sé si Las niñas se convertirá en la película del año como fue Verano del 93. Ojala, porque el cine
español necesita títulos referenciales. Pero esto no quita que para mi haya
sido una pequeña decepción. Sinceramente, me habría gustado que Las niñas me gustara más.
Honeyland
Honeyland, se
vio en el último Docs Barcelona y ahora se estrena en algunos cines casi de
forma clandestina. Es una película de Macedonia y está dirigida por Tamara Kotevska y Ljubomir Stefanov. El resumen de su argumento en Filmaffinity es muy
bueno: “Documental sobre la última mujer recolectora de abejas de Europa.
Hatidze es una mujer cerca de la cincuentena de un pequeño pueblo en Macedonia
que cría colonias de abejas en unos cestos hechos a mano que deja escondidos
entre las rocas. Sin protección ni ayuda, es capaz de amansarlas para poder extraer
la miel y venderla en la capital. Todo es idílico hasta que, de repente, unos nuevos
vecinos se instalan cerca de las colmenas, estorbando su paz y la de sus abejas.
La intrusión de los recién llegados, una familia con siete niños ruidosos,
acompañados de 150 vacas, provocará un conflicto que podría destruir la forma
de vida de Hatidze para siempre.” Honeyland
es me gusta mucho, es una película muy impresionante, llena de lecciones
estupendas. La principal es que hay que respetar a la naturaleza, dejarle la
mitad de la miel a las abejas, no querer acapararla toda y compartirla con
ellas, es una idea preciosa que se debería aplicar a todo en la vida. Como darle
importancia a los rituales indispensables para vivir. Los rituales le sirven a
Hatidze para amansar a las abejas porque hablan su propio idioma. Los rituales
privados de cada uno, nos ayudan a enfrentarnos a la cotidianidad. Tener
rituales no quiere decir ser rutinario, todo lo contrario. Hatidze y su anciana
madre viven en perfecto equilibrio entre ellas y con el mundo que las rodea.
Por eso el contraste entre sus vidas y la familia que viene a destruir su
entorno y su tranquilidad, es tremendo. No es que esa familia sean malas
personas, ni mucho menos. Simplemente no han aprendido a respetar lo que tienen
cerca, ni las abejas, ni el ganado, ni los niños y menos aun a la estupenda
Hatidze. Es gente sin tradición, sin rituales, desarraigada. Cuando al final se
van, dejan tras de si la desolación. Pero Hatidze saldrá adelante. Honeyland es muy hermosa y al mismo
tiempo terrible. Hatidze es un personaje de ahora mismo, pero sería igual en la
edad media o en la prehistoria. La vida en equilibrio es un privilegio que por
desgracia hemos perdido. Y más en estos últimos tiempos en los que ya ni
siquiera contamos con el falso equilibrio en el que vivíamos hasta que apareció
el bicho. Honeyland me gusta mucho.
De verdad.
(1)Tengo una teoría un poco
descabellada respecto a los silencios de la madre que interpreta Natalia de
Molina. Cuando van al pueblo porque ha muerto su padre, madre e hija acuden al
cementerio a ver su tumba. Natalia acaricia la lápida de una manera especial.
Ese gesto, junto con la mirada de la abuela a la niña y el hecho de que nunca
le haya contado como murió su propio padre y donde está enterrado, me hace
pensar que Celia es fruto de un abuso por parte del padre/abuelo, que corroe a Natalia
impidiéndole contarle la verdad. Pero esto no deja de ser una elucubración mía
que seguramente no tiene nada que ver con la historia.
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