Hoy
se cumplen 45 días de Guerra en Ucrania,
de Guerra en Europa, de Guerra entre dos maneras de entender el mundo. El ser
humano es muy especial, nos acostumbramos a todo. Incluso al horror de un
conflicto que está lejos y cerca. A todo, hasta un límite. Las imágenes que
esta semana han llegado de Bucha y otras ciudades abandonadas por los rusos,
traspasan el límite del horror aceptable. Son insoportables visualmente, pero
sobre todo, son insoportables conceptualmente. Lo que dejan ver esas imágenes
es un trasfondo de bestialidad, de deshumanización, de crueldad. Verlas me ha
hecho pensar en Andrei Rublev de
Tarkovski: la brutalidad medieval en pleno siglo XXI. No sé quien acabará
ganando esta guerra injusta, pero si sé que el Stalinzar del Kremlin y sus ejércitos
han traspasado todos las líneas rojas posibles. Frente a eso nos queda poco que
hacer. Refugiarnos en los amigos, en los compañeros, en los libros, en el cine.
Y en París, porque, como decía Humphrey Bogart en Casablanca. “Siempre nos quedará París”
Esta referencia a París viene porque esta
semana se han estrenado dos preciosas películas francesas que pasan en París.
(La
casa del escultor Rodin, en París)
París, Distrito 13, de Jacques
Fue
Alex Gorina el que dijo al salir del pase de prensa de esta película: “Los
franceses vuelven una y otra vez a la Nouvelle Vague”. Tenía razón. Hay un
cierto cine francés que tiene una querencia a contar historias en sus calles,
en sus cafés. Historias de amor felices o historias de amor tristes. La que
cuenta en un luminoso blanco y negro (con un significativo inserto en color) París, Distrito 13 es feliz y tiene su
antecedentes en Bande a part de
Godard y si me apuran en La maman et la
putain de Eustache. Me ha hecho gracias leer en algunas críticas, seguro
que de gente muy joven, que este film relata las aventuras amorosas de los
milennials. Quizás sea que las historias de Godard con Ann Karina o de
Eustache, o de Rohmer, no dejan de ser historias de milennials cuando aun no
existía este término. Audiard lo único que ha hecho es mirar a su alrededor y
mostrarnos cuatro personajes enlazados por el amor. Todo sucede en el barrio de
Les Olympiades, título original del film. Emille, una chica de origen chino,
alquila una habitación a Camille pensando que es una mujer, pero se encuentra
con un alto y guapo joven negro. Emille se enamora de Camille, pero él no está
seguro de quererla. Camille se va y conoce a Nora. Nora acaba de llegar a París
para estudiar. Un equívoco desafortunado lleva a que en la Universidad la
confundan con Amber, estrella del porno en Internet. Nora, decide averiguar
quién es Amber. El conflicto está servido. Estos cuatro personajes se cruzan y
descruzan en las calles del Distrito 13 en un baile de sentimientos lleno de
ligereza y de sensibilidad. Que el duro Audiard, autor de El profeta, De óxido y hueso o Los
hermanos Sister, haya sido capaz de hacer este film suave y tranquilo, es
la mejor prueba de su calidad como director. Beber en la Nouvelle Vague no es
un problema, si se hace bien. Audiard lo ha hecho muy bien.
Las
cartas de amor no existen, de Jéróme Bonnell
Si
París, Distrito 13 se sumergía en el
mundo de Godard, Rohmer y Eustache, Jéróme Bonnell busca en Truffaut y en
Rivette el alma donde refugiarse. En
este caso, toda la película, o casi toda, pasa en uno de esos cafés de barrio
franceses que solo se encuentran allí. Tras un principio desconcertante, Jonás,
su protagonista, llega a la puerta del piso de Lea, su ex amante. Ex porque, él,
casado y con un hijo, nunca ha querido dejar a su mujer. Hasta ahora. Aunque,
quizás sea ya demasiado tarde porque Lea aun le quiere, pero no le cree. Y
Jonás se encuentra sin saber como refugiado en un café debajo de su casa del
que no consigue salir por más que lo intenta, como si un ángel exterminador
buñueliano y romántico le impidiera alejarse de ese lugar. En ese café
encuentra un alma gemela, o mejor, un alma tutelar, Mathieu, un camarero que
sabe escuchar. Es entonces cuando Jonás toma una decisión, le escribirá una
carta de amor a Lea. Durante toda la jornada que pasa en el café, entre
llamadas a su trabajo, a su ex mujer, a sus amigos, Jonás escribe una larga
carta de amor de 14 páginas que Mathieu será el único en conocer. Al final de
ese día tan especial, Jonás tendrá que decidir si le manda la carta a Lea o no.
Y nosotros tendremos que decidir si queremos que lo haga o no.
Las
dos películas me han gustado mucho. Han despertado muchos deseos escondidos
tras dos años de aislamiento. El deseo de volver a París, de pasear por sus
calles, de comer en sus bistrots,
escribir en sus cafés. Y el deseo de volver a ver las películas de la Nouvelle
Vague. Un buen escudo para protegerse de la realidad.
(Nota:
este domingo hay elecciones en Francia. Espero que los franceses estén a la
altura del momento histórico y no den su apoyo ni a Marine Le Pen, ni a Éric Zemmour,
ni a Jean-Luc Mélenchon. Estoy segura que los protagonistas de estas dos
películas no se lo perdonarían. Yo tampoco.)
EL
RINCÓN DE LAS SERIES
Emily en París, Netflix
Ya
que estoy en París, me he acordado de una serie de Netflix que vi hace tiempo.
Tiene dos temporadas pero yo solo conozco la primera. En cierto modo, Emily en Paris es una puesta al día de Una cara con ángel en el siglo XXI. Al
menos en su premisa. Una joven americana de veinte y pocos años, aterriza en
París para trabajar en una gran empresa de marketing y publicidad. El choque
cultural de esta no neoyorquina (Emily nació en el Medio Oeste) con la
elegancia y sofisticación de la capital de Francia, produce los mejores
momentos de la serie. Emily es una influencer con miles de seguidores de sus
andanzas por París, se equivoca constantemente, se viste de una manera
extravagante y colorida y consigue liarse amorosamente con quién no debe. La
verdad es que no es fácil recomendar esta serie a todo el mundo. Es irritante,
especialmente para los franceses a los que dibuja con todos los estereotipos posibles,
es modernilla, es ingenua y romántica. Pero gracias a su encantadora
protagonista Lily Collins, a las calles de postal de París, al glamour más chic
de la ciudad, a las curiosas amigas y enemigas de Emily, gracias a sus
meteduras de pata y su amor por un guapo chef, la serie acaba por enganchar a
pesar de su indiscutible irrelevancia. Pero que importa. No todo ha de ser
serio y trascendental, ni tener un mensaje importante. A veces simplemente una
serie tontorrona y feliz, bonita y alegre, te ayuda a terminar el día con una sonrisa.
Una advertencia, no sé si la segunda temporada o la tercera y cuarta que
anuncia Netflix tendrán el mismo encanto. Yo solo hablo de la primera.
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