Nostalgia: “Sentimiento de pena por la lejanía, la ausencia, la privación o la pérdida de alguien o algo queridos.” (Definición de la RAE)
Nostalgia, Mario Martone
Me gusta el cine de Mario
Martone. Me gusta Mario Martone. Es un director italiano que no lo parece. En
realidad es un director napolitano. Pero no del Nápoles de los films de
Vittorio de Sica, ni siquiera de los “ macarrones” de Ettore Scola, y mucho
menos del Nápoles de la camorra que retrata Gomorra.
Martone es la imagen de una Nápoles oculta y culta, una ciudad dentro de otra
ciudad. Cuando le conocí en Venecia en 1992, Mario tenía 32 años y debutaba en
el cine con una película inclasificable en su belleza y en su nostalgia: Muerte de un matemático napolitano. En
la primera entrevista que le hice, Mario me dijo: “El Nápoles de la película es
un Nápoles que existe. Nápoles no es solo ruido es también silencio; no es solo
color, también es gris y dorado. Nápoles es una ciudad profundamente trágica.
Todo lo que hemos retratado en el film existe, no hay una sola reconstrucción.
La ciudad ha cambiado mucho en 30 años, pero es posible encontrar eses Nápoles
oculto dentro del otro. Pasolini decía en uno de sus textos que los napolitanos
son como una tribu dentro del vientre de una gran ciudad. Una tribu que se
resiste a la modernidad y prefiere dejarse morir antes que transformarse.” Estas
palabras de hace 30 años, se podrían escribir exactamente iguales para explicar
esta Nostalgia martoniana que enlaza
de una manera casi subterránea con otra Nostalgia
italiana, de la de Tarkowski ambientada en una Toscana tan poco real como real
es el Nápoles de Martone. Entre 1992 y este 2022, Martone ha construido su vida.
Ahora tiene 62 años y el peso de lo vivido le hace ver las cosas de otra
manera, Su matemático era un hombre duro que no soportaba el mundo, su Felice (Pierfrancesco
Favino), en cambio, es un hombre vacío que busca llenarse del mundo. Cuando
este hombre desplazado de sus raíces durante cuarenta años en un lejano Egipto,
donde incluso ha cambiado de religión, vuelva a Nápoles, lo hará para llenar
ese vacío, para volver a ser. Y solo lo conseguirá integrándose en el Rione de
La Sanità dónde creció y vivió hasta que se vio obligado a irse cuando tenía 15
años. Su primer encuentro es con su madre, el segundo es con un sacerdote
entregado a la imposible tarea de salvar a los adolescentes del barrio de las
garras de la mafia local; el tercero será con Oreste, su amigo de la infancia,
convertido ahora en el capo de la zona, oculto, casi invisible. Los tres
encuentros se encadenan de forma natural, la madre le lleva al cura, el cura le
lleva a Oreste y Oreste le lleva a… De los tres episodios, por llamarlos de
alguna manera, a mí el que más me gusta es el de la madre. Destila un amor y
una ternura a la vieja mujer casi ciega, y al lugar donde vive, que lo hace
absolutamente conmovedor. Todo lo que le sucede a Felice con don Luigi, el
sacerdote, remite casi sin quererlo al padre Pietro de Roma città aperta (fue Álex Gorina el que hizo esta comparación y
me parece muy justa). Sin dramatismo y con quizás un poco mas de furia, don
Luigi consigue que el Felice el musulmán le ayude en su cruzada contra Oreste y
su influencia. Pero para la historia que quiere contar Martone, el episodio
definitivo es el del encuentro entre los dos viejos amigos, ahora casi
enemigos. En un lugar escondido dentro del laberinto napolitano, en una terraza
que domina los tejados de la ciudad, ambos se explican, se justifican, buscan
acabar con la nostalgia. Lo que pasa después, lo podemos imaginar. A mi ya no
me interesa tanto. El film se acaba ahí en esa terraza, en esos tejados. Nostalgia no es una película redonda,
los flashbacks en formato cuadrado no funcionan tan bien como el presente hay
quizás algunas digresiones innecesarias. Pero no me importa. Martone me hace
sentir nostalgia de un Nápoles que no conozco. Porque ese Nápoles tan real, tan
verdadero, es, en realidad, el territorio del pasado. Y todos, absolutamente
todos, tenemos nostalgia de ese pasado alguna vez.
Matadero, de Santiago Fillol
Matadero es la primera película en solitario y en el terreno de la ficción de Santiago Fillol, un nombre vinculado al cine de Oliver Laxe con el que ha trabajado en Mimosas y O que arde. Pero Santiago es mucho más que un excelente colaborador de Laxe. Codirector de un documental inclasificable, Ich bin Enric Marco, que tuvo un eco inesperado en el libro El impostor de Javier Cercas, Fillol es autor de un ensayo inquietante, Historias de la desaparición. El cine desde Franz Kafka, Jacques Tourneur y David Lynch, donde se adentra en el concepto del fuera de campo. Todas estas vidas anteriores se suman en Matadero, reflexión del cine en el cine, historia de un impostor, y ejercicio de fuera de campo en un contexto de un realismo dominante. ¿Y la nostalgia, dónde se queda con estos antecedentes? Pues sí, hay nostalgia en este film que adapta libremente un relato inadaptable del argentino Esteban Echeverría, escrito en 1840, en el que se cuenta la revuelta de un grupo de campesinos decididos a asesinar a su patrón matándolo como se matan a las bestias para después comérselo. Matadero es un texto imposible de visualizar sin caer en el tremendismo, es una cruenta representación de la lucha de clases a la que Fillol se enfrenta desde una triple perspectiva temporal. El presente en un cine donde va a proyectar por primera vez en cuarenta años un film maldito llamado Matadero, 1974, año crucial en el que se rodó la película y 1840, época en la que sucede la acción del film que se rueda y se proyecta. ¿Y la nostalgia, insisto? Ahora viene. Porque hay varias nostalgias en este interesante trabajo que escapa a los límites del cine histórico o el cine político. La nostalgia de Vicenta, sentada en la sala de cine donde se proyecta la película mientras recuerda cual fue su papel en el rodaje del film, cuando era una joven fascinada por la figura de Jared Reed, el director norteamericano que quiere filmar la realidad, casi la hiperrealidad, como hizo Georges Franju en La sangre de las bestias (y Fillol en la única secuencia explicita del film); la nostalgia de los jóvenes actores que protagonizan la película por la lucha invocada en el relato de Echevarría, que ellos querrían traer a su propio contexto, el oscuro año 1974 en Argentina, cuando ya se empezaba a sentir la violenta represión militar que iba a sumir al país en un baño de sangre muy real. Y la nostalgia de Fillol por un cine de los setenta en el que se quería ir más allá de los límites. Coppola en Apocalipse Now, viviendo un auténtico apocalipsis personal; Herzog arrastrando su barco por la cordillera en Fitzcarraldo, Oliver Laxe perdido en el desierto místico de sus Mimosas, todos encarnados en Jared Reed filmando la muerte de las vacas. “Las vacas mueren de verdad. La sangre es real. Si eso no se siente, no funciona”. Pero también una nostalgia de ese cine clásico que, como estudiaba en su libro, dejaba fuera de campo lo invisible para que el espectador lo llenara con su propia imaginación. Todo esto está en Matadero. Pero también hay otra manera de ver el film. Matadero es un relato de cine en el cine, un inmenso making of de una película maldita que acabó muy mal; un film político sobre la lucha de clases y el racismo, tanto el de 1840, como el de 1974, y seguramente el de ahora mismo; un retrato de una cierta izquierda más cercana al infantilismo de las teorías revolucionarias que a la auténtica revolución; una película incluso de aventuras salvajes. El Matadero de 1974 podría estar filmado por el Dennis Hopper de The Last Movie; el Matadero de 2022 solo lo podría filmar Santiago Fillol.
El regalo de esta semana son
unos limones cargados de nostalgia.
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