Esta mañana he visto en el periódico de ayer (siempre leo el
diario un día después, así no tengo sorpresas desagradables) una foto de la
visita que el recién elegido presidente de China Xi Jinping ha realizado a Vladimir Putin. Viéndolos en ese recargado salón, no he
podido evitar un escalofrío en mi espalda. Ahí están dos de los hombres más
poderosos del mundo, saludándose sin verse, sin mirarse a los ojos, sabiendo
cada uno de ellos que no puede fiarse de esa sonrisa hipócrita. Herederos
directos del comunismo más feroz que llevó a sus países a la ruina moral,
personal y económica durante décadas de férreas y absurdas dictaduras, ahora
subidos a la cresta de la ola del capitalismo mas desvergonzado, el de las
mafias, el del dinero sin alma y sin control, el zar y el emperador siguen combatiendo
la idea de ese Occidente decadente y democrático que nunca aceptaron y nunca
entendieron.
En Historias de Pekín, un joven americano, David Kidd, recuerda los
años que van de 1946 a
1949 cuando vivió en la ciudad imperial. Especialmente el año 1949 cuando se casó
con Aimée, cuarta hija de la rica familia Yu. Ese año fue el primero de la
revolución y el último de una forma de vida basada en la tradición y el respeto
a los antepasados que estaba condenada a desaparecer como desapareció el
Palacio de Verano y los jardines que lo rodeaban bajo la orden de acabar con el
mundo antiguo para construir el mundo nuevo. Es un texto lleno de olores a
flores, con la delicadeza de las obras que pervivieron siglos y siglos a través
de distintos avatares y que fueron destruidas por la intolerancia y la
urgencia de la reeducación colectiva decretada por el Libro Rojo. David se
marchó de Pekín en 1950 y no volvió hasta 1981. Entre medio, la Revolución Cultural
de 1966 y la locura de los Guardias
Rojos había borrado cualquier vestigio del viejo Pekín. Pero si ya entonces
no existía nada que uniera el pasado con el presente, en la actual China dominada
por grandes mafias descontroladas que no dudan en poner en peligro su propio
país y por extensión el planeta, en aras de una voracidad económica nunca
vista, aun es más difícil encontrar
alguna huella de esa civilización milenaria. Este pequeño y delicioso texto me hace preguntarme porque es necesario destruir el pasado para construir el futuro, cuando sería mucho mas inteligente incorporar todo lo bueno y hermoso que había antes a la construcción de una vida futura mejor para todos. Pero parece que este e un deseo condenado a no cumplirse. Al menos en la China actual.
Una saga moscovita
es otra cosa. Es una apasionante novela
río que empieza en 1925 y acaba en 1953. Los años que van del vacío dejado por
la muerte de Lenín a la muerte de
Stalin. Los años del terror que llevó a la desaparición de millones de personas
en los gulags siberianos o en los gulags personales y cotidianos en los que se
encerraba la población presa del miedo “a ser el siguiente”. Centrada en la
historia de la familia
Gradov , una de las mas influyentes a partir de la Revolución
del 1917, la saga moscovita recorre tres generaciones de rusos cercanos al
poder que padecieron en sus mismas entrañas las incoherencias y abusos de un
hombre que no tenía límites a su despotismo y arbitrariedades. Vasili Aksiónov
es hijo de Eugenia Ginzburg, escritora y profesora revolucionaria arrestada en
1937 y deportada al valle de Kolima en Siberia. Esta detención forma parte de
esta saga moscovita, pero también hay otras muchas historias que retratan medio
siglo de vida rusa y europea. Lo mejor es que Aksiónov utiliza en su escritura
la ironía y el humor soterrado que hace aún más crueles y dolorosos los hechos
que describe. El prólogo de
la edición castellana acaba con estas palabras: “Aksiónov ha logrado condensar
la historia rusa del siglo XX, haciendo que la vivamos, la toquemos, y que
suframos con sus actores, en una de las mas hermosas, mágicas y tristes novelas
de la centuria”
Historias de Pekíín. David Kidd. Libros del Asteroide, 2005
Una saga moscovita. Vasili Alsiónov, La otra orilla, 2010
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