Este año, por primera vez en mi vida, he venido al festival de San Sebastián sin trabajo. Quiero decir, sin tener que escribir diariamente para un periódico, o ver las películas para una crónica en una revista o hacer miles de entrevistas para distintos medios. Tampoco hacer ese otro trabajo de relaciones al que te obliga colaborar con algún festival como ha sido mi caso con Berlín tantos años. No, esta vez estoy aquí para ver cine, para ver amigos, para disfrutar. Y lo estoy haciendo. No es algo que tuviera claro antes de venir. Pensaba que me iba a sentir extraña sin tener un objetivo en medio de gentes que tienen tantos objetivos cada día o casi cada hora. Pues no.
No soy exactamente público, eso es algo que muy difícilmente puedo sentir con todo el background que tengo detrás, pero si soy espectadora. Espectadora de las películas en primer lugar, pero también de la gran familia festivalera, periodistas, industria, gente que trabaja aquí, en distintos medios. Y me doy cuenta de lo mucho que me ha gustado formar parte de este mundo durante mas de treinta años. Pero me gusta mas aun darme cuenta de que estoy contenta de ver que ya no lo necesito para sentirme bien. Me llena de satisfacción comprobar el relevo generacional en todos los ámbitos, ver que muchas de las ideas que yo tenía cuando trabajaba aquí se han ido haciendo realidad y que algunas de las semillas que planté en este festival son ahora hermosos árboles. Eso y sentir que a pesar de que han pasado diez años desde mi último festival como miembro del comité de dirección, aun hay mucha gente que me recuerda con cariño y se alegra de verme. Como yo me alegro de verlos a ellos.
Después de esta introducción casi de Querido diario, vamos a
las películas.
Siguen las polémicas en el festival. La última, la película
polaca Playground. Hay motivo para la
discusión y para los contrastes. En las puntuaciones de los críticos hay quién
le pone un 0 y hay quién le da un 9, con eso lo explico todo. Y yo ¿Qué pienso?
Me lo preguntaba esta mañana mientras desayunaba en un bar y veía las noticias
en la televisión. Hablaban de la India. Un adolescente apuñala a su profesora
en la calle ante la indiferencia de los transeúntes que lo miran sin
intervenir. Indiferencia. Esa es la palabra clave para entender este terrible
film. No crueldad, no sadismo, no maldad. Indiferencia que es mucho peor. El
director polaco se inspira en un caso real que conmovió Gran Bretaña hace unos
años para contar con una enorme distancia una historia éticamente cuestionable,
pero desgraciadamente cotidiana. Y para prueba la noticia de esta mañana. Está
claro que la violencia con su sangre de guardarropía y sus moratones de
maquillaje se acepta en el cine con mucha más tranquilidad que la violencia que
no se ve pero se siente, se intuye. Bueno si se ve, pero de lejos, el
espectador que está en la sala es como los transeúntes de la India. No quiere
ver lo que le están enseñando, porque no quiere intervenir. Porque prefiere ser
tan indiferente como lo son esos dos niños capaces de cuidar a un padre
paralitico o a un bebé, pero incapaces de sentir ninguna empatía por nadie. La
última secuencia de la película es un bisturí que abre las tripas sin
anestesia. Un plano fijo sin diálogos, solo con los sonidos del bosque, del
tren y los sollozos. La gente se iba de la sala a puñados. Tarantino se aguanta
mucho mejor que Haneke. Y este polaco es aún más seco y distanciado que el
austriaco. La distancia es la que va de las flores putrefactas vienesas a los
cirios malolientes de una sociedad hipócrita como la polaca. Yo todavía no he decidido que
puntuación le doy.
Para cambiar de tono he visto dos películas que me han gustado
mucho. Las dos están en Nuevos
Directores. Una es española, la otra francesa. La española es María (y los demás) de Nely Reguera. La
María del título es Bárbara Lennie en otro personaje inolvidable. Tan
enfurruñada y enfadad con el mundo como si fuera Isabelle Huppert, Bárbara le
da a esta María una dimensión humana que te llega al corazón. Cuando su padre anuncia que se va a casar con su enfermera, María se verá obligada a replantearse toda su vida. María saldrá
fortalecida de ese momento de crisis contado con una ligereza de comedia
familiar, un tanto caricaturesca, pero entrañable.
La francesa se titula Lumières
d’étè, de Jean Gabriel Periot. Si no sabes nada de ella te puede
desconcertar porque los primeros diez minutos son una larga entrevista en plano
fijo a una superviviente del bombardeo de Hiroshima. Pero superada esta primera
secuencia, el film sale a respirar y se convierte en un paseo tranquilo y feliz
por la reconstruida ciudad de Hiroshima de la mano de una joven alegre que vive
el pasado, mejor dicho vive en el pasado y observa como ese pasado terrible se
ha convertido en un presente que no olvida, pero ya no se atormenta. Ozu y Koreeda
están detrás, pero también Linklater y desde luego el cine francés de los años
sesenta. Es una delicia y la prueba de que se puede y se debe repensar el
pasado sin dejar de mirar el futuro.
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