sábado, 30 de junio de 2018

HACERSE MAYOR



 Hacerse mayor siempre es difícil. Lo es a los 70 años, lo es a los 40, lo es a los 30. Siempre es complicado aceptarlo, pero es algo ineludible, es una certeza inevitable: nos hacemos mayores y mejor que sea así porque si no nos hacemos mayores, quiere decir que nos hemos muerto. Por eso lo mejor es intentar asumirlo con armonía, sin conflictos, colocando las cosas en su sitio.

Tres películas que he visto esta semana me han hecho pensar en el hacerse mayor. En una la historia empieza en una (falsa) armonía, se sumerge en el conflicto y acaba encontrando una (real) armonía. En otra, se vive un paréntesis armonioso entre dos conflictos, uno que ha quedado atrás, otro que se anuncia en el futuro. La tercera es una historia de conflicto sin armonía en el horizonte. Es la más desgarradora.




(La canción de los King Crimson que da título al film me encantaba
https://www.youtube.com/watch?v=GEnkcqW47Ic)

Empecemos por la primera: El titulo es Formentera Lady, es la opera prima de Pau Durà y la protagoniza casi en exclusiva José Sacristán. Sacristán está cerca de cumplir ochenta años, pero Sacristán forma parte de ese grupo de actores fibrosos, delgados, austeros, que como Clint Eastwood o Sam Shepard, han hecho de sus arrugas y sus canas un signo de identidad. Sacristán es, además, un gran actor capaz de dotar de matices a un personaje desagradable, desfasado, que vive fuera de la realidad. El viejo hippie que se quedó en la isla de Formentera en una casa sin luz y sin compañía, es un extraño en el mundo moderno. No sabe estar en él, no lo entiende. Su falsa armonía viene precisamente de este no querer saber. Samuel es una reliquia a la que el conflicto en forma de nieto viene a sacar de su ostracismo a pesar de resistirse con todos sus medios. Cuando Samuel acepte que ya no es el hippie glorioso de su juventud, aceptará también volver al “continente”. Podrá ayudar a su hija, podrá cuidar a su nieto. Pero no hay una imagen más patética que la imagen de Samuel sentado en un parque de Barcelona tocando el banjo en medio de la ciudad. La armonía real, a veces, es muy triste.



La segunda se llama Casi 40. La dirige David Trueba con permiso de su sobrino Jonás. O a lo mejor deberíamos enunciarlo de otra manera: Jonás hace cine a la manera de su tío David que ha decidido hacer una película que podría haber hecho Jonás. Bueno dejemos este galimatías de Truebas para centrarnos en el film que ha reunido de nuevo a Lucia y a Tristán, los dos adolescentes que protagonizaban La buena vida hace 22 años. Hacerse mayor es duro, para esta generación que creció en los años de Jauja y del todo vale a la que, de pronto en el 2008, se les cayó el mundo encima sin estar preparados para afrontarlo. Lo que sucede en esta road/movie/song, es un paréntesis en la vida de Tristán y de Lucía. Tristán le propone a Lucía hacer una gira por ciudades de provincia, esas que nunca salen en el cine, pero que existen y tienen una vida propia, cantando en pequeñas librerías donde sus canciones, las viejas y la nueva, son escuchadas con respeto. La película se va contando en dos planos sonoros, los diálogos de los amigos en el coche mientras recorren Castilla y León, y las canciones que canta Lucía y que son una biografía en estrofas musicales. También hay dos planos de imágenes: las del viaje en la carretera, entendida como un espacio de no tiempo -esta película ilustra muy bien la conferencia que hice hace un tiempo sobre la carretera en el cine- y las de los hoteles, las librerías, los bares. En el primer plano prima la palabra y suelen estar ellos solos; en el segundo plano prima la canción y están casi siempre acompañados. Me gusta mucho esta película que no quiere dar lecciones de nada, que no pretende ser un manifiesto generacional, que se limita a mirar a sus personajes con mucho cariño y a dejarlos vivir en ese paréntesis entre conflictos.



El tercer film se titula Desaparecer, lo dirige Josecho de Linares, un joven malagueño formado en la ESCAC y se puede ver todo el mes de julio en Filmin dentro de la selección del Atlántida Film Festival. Desaparecer cuenta la historia de Zurdo, un joven que aun no ha cumplido treinta años pero le falta poco. Un hombre que vive en conflicto permanente consigo mismo. Zurdo trabaja en cine, hace años que intenta levantar una película (esta que estamos viendo) pero todo son dificultades, problemas, escollos. Sus compañeros de piso, treintañeros incipientes como él, tampoco son mucho más felices: Claudia trabaja en una tienda de ropa que detesta; Uri prepara unas oposiciones a notaria que odia; Julia, está a punto de irse a Londres aunque no quiere. Solo Emma, la extranjera, parece tener alguna idea de lo que busca, al fin y al cabo ha tomado la decisión de dejar su país y venir a Barcelona a probar suerte con la música. Estos cinco personajes habitan tres ficciones: la de la película que estamos viendo, la de la película que Zurdo intenta poner en pie y su propia realidad, tan desencantada como la de los personajes inventados. Es muy interesante, a pesar de la precariedad de medios con que está hecha, la inteligente combinación de imágenes de cine abstracto con los films en super 8 y con la película naturalista que vemos en el ordenador mientras se monta. El desencanto de esta generación, que a diferencia de la del film de Trueba, ya creció en la precariedad, es muy doloroso. Pero el simple hecho de que exista Desaparecer como film es un rayo de esperanza y de luz en el panorama del conflicto. Esta generación saldrá del conflicto en algún momento y se hará mayor. Espero que además alcance una cierta armonía.



Recomiendo mucho las tres películas que abarcan un arco de tres generaciones y que de alguna manera resumen los últimos cincuenta años de nuestra vida. Como los resume Fotogramas. O los resumía, mejor dicho, ya que podemos decir con dolor que Fotogramas ya no existe. Quizás vuelva a salir pero ya no será lo mismo.
Hablar de Fotogramas me lleva y no lo puedo evitar, ni tampoco lo quiero evitar, a hablar de mi relación sentimental y profesional con la revista. Fotogramas fue la primera revista que compré con mi dinero, el que me daban para coger el metro para ir al Instituto, en el año 1963. Fue la primera revista que coleccioné desde el año 1970, más o menos el mismo año que Samuel debió irse a Formentera y yo escuchaba a King Crimson. Fue la primera revista donde publiqué, (primero escribí en La Vanguardia, pero como revista de cine, fue Fotogramas) en el lejano año 1984, cuando tenía 34 años, y estaba entre Lucía/Tristán y Zurdo más o menos. Desde entonces y son otros 34 años, he colaborado con continuidad en sus páginas, unas veces más, otras veces menos, pero sin cortar jamás. Fotogramas es un sentimiento. Y eso es lo que no han entendido los señores de Hearst que han decidido cerrar la redacción de Barcelona para hacer la revista en Madrid. Nunca será igual, porque Fotogramas está unida sentimental y emocionalmente a esta ciudad aunque se lea en el mas pequeño  pueblo de España. Es esta vinculación la que la ha hecho singular durante 72 años. Eso no se compra de ninguna manera, eso no se traslada de ninguna forma.  Hearst ha hecho muy mal negocio cerrando la redacción de Barcelona que además era un buen negocio. Pero ellos sabrán. En todo caso yo no quiero estar en esa nueva etapa. Mi vida profesional con Fotogramas se cierra, mi vida sentimental con la revista se acaba también.
Pero hay más cosas en este cierre violento e inesperado.
El cierre de la redacción de Fotogramas en Barcelona, que deja en la calle a nueve personas, es un síntoma de algo que debería preocuparnos mucho a todos. Salvador Llopart lo decía muy claro en Facebook: “Esta huida sin retorno habla bien a las claras de la pérdida de peso específico de la capital catalana en el mundo audiovisual. ¿Más síntomas? Los pases que escamotean las multinacionales a la crítica de la ciudad.” Podíamos encontrar muchos mas síntomas. Barcelona ha dejado de ser un referente en el mundo audiovisual, en realidad, en el mundo cultural. El progresivo provincianismo de sus autoridades en materia de cultura va reduciendo su importancia. Cuanto mas se encierran en sus valores nacionales, menos universal se vuelve la ciudad. No hay vida cultural y si la hay, es de un solo color y tendencia. La verdad es que el panorama es desolador, tan desolador como el que viven los jóvenes de Desaparecer, tan patético como Samuel sentado en un banco de un parque de la ciudad. Pero no quiero ser pesimista. Me he prometido a mi misma que no iba dejarme ganar por la mediocridad del ambiente. Confío que los genes multiculturales y libres que ahora dormitan en nuestras calles y librerías y cines y televisiones, despierten pronto y vuelvan a darle a esta ciudad el esplendor que se merece. Mientras tanto, guardemos el último Fotogramas que sale editado en Barcelona. Será una reliquia de un tiempo que definitivamente ha terminado.













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