miércoles, 5 de febrero de 2014

LA VENUS DE LAS PIELES


¿Saben lo que más me ha gustado de esta película subyugante? Los créditos del final. Por favor, no se los pierdan. En esos créditos, Polanski nos regala un conjunto de obras de arte en los que la mujer aparece en todo su esplendor: hermosa, dominadora, seductora, apasionada… Son cuadros de una riqueza y una belleza que complementa, casi diría interpela, lo que acabamos de ver en la pantalla. Utilizando el texto de Sacher-Masoch, manipulado por Davis Ives, Polanski nos muestra una realidad universal y eterna: la feminidad y la masculinidad no son unívocas, y por eso Vanda puede acabar siendo Severin, como Severin puede convertirse en Vanda. Polanski encierra a sus dos personajes en un escenario de teatro con unos decorados absurdos de una versión musical de La Diligencia. No se si estos decorados estaban ya en la obra original, pero, en todo caso, sirven de perfecto contraste para esa representación de una pasión obsesiva de mediados del siglo XIX. Pero, ojo, Polanski nunca hace teatro. Todo el film es una mirada cinematográfica sobre ese hombre y sobre todo esa mujer que se transforma ante nuestros ojos. De Vanda a Wanda, frente a un Severin que acaba siendo Thomas. La obra de teatro en que está basada ya muestra este duelo de personalidades, pero en su adaptación al cine, Polanski nos da un plus añadido al utilizar a su mujer, la estupenda Emmanuelle Seigner, y un alter ego, casi un sosias, Mathieu Amalric, en un juego de registros que atrapan al espectador. Todo funciona en este film, desde ese traveling lluvioso por las calles de París, hasta el museo vivo de cuadros maravillosos que cierra la película.

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