¿Saben lo que más me ha gustado de esta película subyugante?
Los créditos del final. Por favor, no se los pierdan. En esos créditos,
Polanski nos regala un conjunto de obras de arte en los que la mujer aparece en
todo su esplendor: hermosa, dominadora, seductora, apasionada… Son cuadros de
una riqueza y una belleza que complementa, casi diría interpela, lo que
acabamos de ver en la
pantalla. Utilizando el texto de Sacher-Masoch, manipulado
por Davis Ives, Polanski nos muestra una realidad universal y eterna: la
feminidad y la masculinidad no son unívocas, y por eso Vanda puede acabar
siendo Severin, como Severin puede convertirse en Vanda. Polanski encierra a
sus dos personajes en un escenario de teatro con unos decorados absurdos de una
versión musical de La Diligencia. No se
si estos decorados estaban ya en la obra original, pero, en todo caso, sirven
de perfecto contraste para esa representación de una pasión obsesiva de
mediados del siglo XIX. Pero, ojo, Polanski nunca hace teatro. Todo el film es
una mirada cinematográfica sobre ese hombre y sobre todo esa mujer que se transforma
ante nuestros ojos. De Vanda a Wanda, frente a un Severin que acaba siendo
Thomas. La obra de teatro en que está basada ya muestra este duelo de
personalidades, pero en su adaptación al cine, Polanski nos da un plus añadido
al utilizar a su mujer, la estupenda Emmanuelle
Seigner , y un alter ego, casi un sosias, Mathieu Amalric, en
un juego de registros que atrapan al espectador. Todo
funciona en este film, desde ese traveling lluvioso por las calles de París,
hasta el museo vivo de cuadros maravillosos que cierra la película.
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